"El Kremlin ha matado a Navalny. Cualquier otra formulación es inadecuada".

Así lo expresaba tempranamente en X (antes Twitter) mi apreciado colega Janis Kluge y ese es el meollo de este asunto: el lento asesinato de la cara más visible de la oposición rusa al régimen autocrático de Vladímir Putin.

No por esperada, la noticia ha provocado menos conmoción y consternación. En un vídeo de apenas unas horas antes de su muerte aparecía jovial y con aparente buen estado de salud, más allá del aspecto demacrado típico de los presos de las cárceles rusas. Y más de los que padecen cautiverio en el penal conocido como Lobo Polar en el círculo Ártico. De ahí las dudas de la viuda, amigos y simpatizantes sobre la causa de la muerte de Navalny.

El recientemente fallecido opositor ruso Alexei Navalny, mientras se encontraba encarcelado.

El recientemente fallecido opositor ruso Alexei Navalny, mientras se encontraba encarcelado. Reuters

En la primera versión difundida por las agencias del Kremlin, TASS y RT (antigua Russia Today), el opositor había fallecido por un coágulo sanguíneo.

Si el Kremlin había decidido que esa es o iba a ser la causa de la muerte de Navalny, pues así constará. Pero, según apuntan especialistas médicos, eso sólo puede establecerse con certeza tras una autopsia. Motivo por el que, quizás, se alega ahora que murió de forma súbita sin razón aparente. Y, de momento, no se permite a la familia disponer del cadáver. Todo castigo es poco para quien ha osado desafiar al zar.

Lo que sí sabemos con certeza es que Navalny, como muchos otros antes que él y con seguridad otros en el futuro, ha muerto simple y llanamente de oposición al Kremlin. No hay lugar para la disidencia en la Rusia actual, dirigida por una oligarquía de antiguos oficiales del KGB mimetizados con el submundo criminal ruso.

En línea con las diversas ocasiones en las que Putin ha evitado pronunciar el nombre de Navalny y se ha referido a él como "esa persona que usted menciona", el Kremlin está jugando a distanciarse del asunto y mostrar escaso interés. Pero la saña desde hace años contra Navalny y su movimiento reflejan, sobre todo, el temor que inspiraba al régimen su figura.

En particular, durante el ciclo de protestas de 2017 a 2019 en las que se produjeron docenas de manifestaciones multitudinarias por ciudades de toda Rusia por motivos diversos. Pero que, en última instancia, reflejaban el hartazgo acumulado con un Putin que lleva aferrado al poder desde finales de 1999.

Navalny era capaz de galvanizar unas protestas en las que, para mayor inquietud del Kremlin, participaban chicos y chicas cada vez más jóvenes cansados de que en Rusia nunca cambie nada.

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Navalny, además, articulaba la protesta en torno a la denuncia de algo tan tangible y visible como la corrupción de la élite dirigente que corroe a todo el sistema institucional ruso.

Tipos que disfrutan de buenos salarios (de más de cien mil euros), pero que viven, frecuentemente, en palacios y mansiones de millones de euros, compran propiedades igualmente millonarias en los barrios más exclusivos de Londres, París o Nueva York o disponen de aviones privados o yates valorados en decenas o centenares de millones de euros. ¡Todo un prodigio de contabilidad doméstica!

Los vídeos elaborados por Navalny y su equipo detallando esa corrupción y mostrando lo desmedido y fastuoso de la vida de Medvédev y demás miembros de la corte del zar, acumulan decenas de millones de visionados en internet. Así que resulta sencillo entender la irritación que genera esa corrupción en un país donde los salarios reales y las condiciones de vida permanecen estacadas desde hace años.

Sirva, además, un dato para ilustrar los déficits estructurales de desarrollo en la Federación Rusa: según datos oficiales, uno de cada cinco hogares no disponen de baño propio. Es decir, alrededor de 30 millones de rusos siguen usando letrinas diariamente.

Ese foco en la corrupción de forma desideologizada, sin un discurso occidentalista o liberal, incluso con ribetes de nacionalismo ruso, hacían de Navalny un líder muy distinto de la vieja escuela de opositores demócratas activos desde las postrimerías de la Unión Soviética. Y eso, unido a su capacidad de movilización a lo largo y ancho de Rusia, lo convertían en un peligro mucho mayor para Putin.

La respuesta del Kremlin a ese desafío fue el aplastamiento de Navalny (envenenamiento con un agente neurotóxico incluido), una reforma constitucional en 2020 que permite a Putin permanecer virtualmente de por vida en el poder, la invasión de Ucrania y la confrontación geopolítica total con Occidente. Una suerte de cruzada sin final claro que obliga a una constante huida hacia delante, sin aparente retorno, en la que Putin trata de embarcar al conjunto de la sociedad rusa.

En apenas un mes, el 17 de marzo, Putin certificará un nuevo mandato presidencial hasta 2030. Y aunque el espectro de la muerte de Navalny sobrevolará estos comicios, es poco probable que tenga alguna otra consecuencia inmediata dentro del país.

En Rusia, conviene no perder de vista, las elecciones no son un mecanismo para elegir presidentes o parlamentos, sino un ejercicio para que las Élites y el pueblo muestren su adhesión al que manda. Y el régimen exige ahora adhesión plena y activa.

Quien se mueve no es que no salga en la foto; es que acaba, literalmente, en la fosa.