Ayer escuché con atención a Pedro Sánchez en La Ser y esperé con paciencia a la primera pregunta sobre la guerra de Israel contra Hamás. Sólo llevó media hora. Lo más interesante fue su explicación sobre la postura del Gobierno, en su día resumida en un puñado de puntos leídos ante Benjamin Netanyahu en su visita a Jerusalén.

España no expresó, en realidad, una posición distinta a socios árabes de Israel como Emiratos. Ni siquiera se alejó de Arabia Saudí, con quien Netanyahu aspira a reanudar los planes comunes más pronto que tarde, o Estados Unidos, con una Administración Biden entregada al esfuerzo diplomático de un alto el fuego que alivie el sufrimiento palestino y rebaje el riesgo de contagio de la violencia a otros rincones de Oriente. Sin embargo, sólo España ha encajado una reprimenda rotunda, que incluye la llamada a consulta de la embajadora en Madrid y la acusación de que nuestro país está gobernado por promotores del terrorismo islamista.

De las dos decisiones, la segunda es particularmente insultante. Netanyahu puede subir al avión a su representante cuando desee. Lo que los españoles podemos encajar con menos deportividad son las asociaciones con el yihadismo, cuando enterramos a cientos de compatriotas por las enajenaciones divinas en Atocha, las Ramblas o Latifiya.

[Es probable que la molestia de Netanyahu proceda de tres lugares, en esencia: las críticas feroces de algunos ministros con los cuerpos calientes tras el pogromo; los escenarios escogidos por Sánchez para predicar su postura, igual en Jerusalén que en Rafah para contraprogramar la liberación de rehenes; y la condición de España de único actor con cierta capacidad de persuasión en la Unión Europea dispuesto a reconocer el Estado palestino al margen del consenso occidental].

Es cierto que, después del Holocausto, Europa no se atreve a levantar la voz sobre Israel. Y eso explica, según el exministro Shlomo Ben Ami, que ni Berlín ni París impulsaran sanciones pese a las resoluciones de Naciones Unidas contra la expansión israelí en Cisjordania. Con todo, Netanyahu manda un aviso. Lo último que necesitan Scholz y Macron es, en fin, que les recuerden el siglo XX de Europa.

Pero volvamos a Sánchez en la radio. La segunda parte de su argumento merece más atención que la primera. El presidente aclaró que su determinación díscola o imprudente, cada cual que juzgue, se sostiene sobre dos pivotes: una convicción moral y un interés geoestratégico. La primera motivación carece de recorrido. Ningún saharaui mereció una pizca de la compasión despertada por los gazatíes. Pero el segundo pivote conduce hacia argumentos más sugerentes.

Sánchez esgrimió que Europa sufre "una invasión en el frente oriental" y que esto obliga a dos esfuerzos: evitar que la inestabilidad llegue a más regiones del mundo y defender los mismos valores en Ucrania y en Oriente Próximo, de manera que "el llamado Sur Global no vea dobles estándares" de la Unión Europea "en su posición política". Esto es, para que las viejas colonias dejen de abrazar la retórica china y rusa sobre la supuesta hipocresía de los viejos colonos.

Luego apeló a las palabras del domingo de Netanyahu: "Escuché decir al primer ministro israelí que bajo ningún concepto contempla que haya en Gaza una nueva administración de la Autoridad Palestina. Entonces, ¿cuál es el plan que tiene Israel para el día después de que acabe este bombardeo?". Sánchez abonó, con una pregunta retórica, el campo de cultivo de su posición dentro y fuera de Bruselas. "La comunidad internacional debe hacer de la necesidad, virtud, e intentar ver en esta guerra una puerta abierta a una solución definitiva de este conflicto que viene sucediéndose, cada cuatro o cinco años, con ciclos de violencia en Gaza y Cisjordania, e incluso en Israel", resolvió, en esta ocasión sin necesidad de papeles.

Y concluyó: "Tenemos que ir a la solución de los dos Estados, que es el reconocimiento del Estado palestino por parte de Europa y Occidente. El resto de la comunidad internacional, más de 130 países, ya lo ha hecho".

No es que la solución de los dos Estados sea más factible ahora que veinte o treinta años antes, cuando los líderes palestinos prefirieron los fusiles a las oficinas. Tampoco es probable que España desempeñe un papel más o menos relevante en una fiesta a la que ni siquiera Europa está invitada. Pero se agradece que España, de vez en cuando, demuestre que acaba más allá de los Pirineos, la costa norte de África y un par de archipiélagos. Que tiene un Gobierno con dos o tres ideas sobre el mundo, a riesgo de que sean equivocadas, y el cuerpo de compartirlas con el resto, a fin de debatirlas.

Este martes comprobaremos en el Congreso si la oposición tiene aplomo para refutarlas, igual en Madrid que en Bruselas. Quizá resolvamos así, de la noche al día, cuáles son las propuestas de unos y otros sobre la peor crisis de Oriente Próximo en años. 

¿Cuál es la divergencia de la oposición con Sánchez, en caso de que vaya más allá de las formas y los tiempos? ¿Tiene España que apoyar a Israel, sin condiciones, o buscar una solución desde la tregua, como proponen los árabes? ¿Debe España adoptar un papel secundario y diluido en la Unión Europea o, en cambio, ocupar el primer plano al margen del consenso comunitario? ¿Considera Feijóo que la destrucción física de Hamás merece la vida de sus escudos humanos o estima, al contrario, que el precio es demasiado alto? ¿Cree en la solución de los dos Estados o asume, como parte de los israelíes, que la vía está agotada? ¿Es posible establecer una línea coherente entre Ucrania y Gaza, sin alimentar la propaganda antioccidental en Latinoamérica y África, o piensa que la propia comparación es comer a dos carrillos la propaganda antioccidental que Europa combate?

Preguntas cortas para un debate largo. Ya que se han arrancado, sería una lástima echar a perder la racha.