Anda circulando estos días por nuestro espasmódico ecosistema mediático una antología de los pronunciamientos de la nomenklatura socialista contrarios a la amnistía, con el ánimo de resaltar la súbita conversión de quienes hace sólo unos meses la consideraban poco menos que inconcebible.

Un ejercicio vano donde los haya. Porque si algo demostraron los resultados del 23-J es que el presidente se ha vuelto invulnerable a la autorrefutación de su hemeroteca.

El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, durante la sesión de constitución de la Mesa del Congreso de los Diputados.

El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, durante la sesión de constitución de la Mesa del Congreso de los Diputados. Efe

Es estéril hozar en el historial de contradicciones de quien ha inmunizado a su fanatizado electorado con una mitología de audacia que no es más que el trasunto del descaro.

Edmund Burke entendió que el poder no podía ejercerse sin una elegancia que mitigase su ferocidad. Pero el sanchismo, como doctrina de la impudicia, ha logrado transgredir este principio elemental, y exhibir sin velos la desnudez de su estilo de gobierno.

El sanchismo se sitúa más allá del decoro. Cuenta para ello, claro, con la cooperación inestimable de la recua de venales escoliastas. La santa compaña de tertulianos, columnistas y editorialistas que excusan la veleidad del Gobierno en que la fidelidad a la palabra dada está subordinada a la razón de Estado. A la razón del estado de necesidad, cabría decir. De la necesidad personal del presidente.

Este complejo discursivo-militar con el que el PSOE rotura la opinión pública y publicada para homologar la arbitrariedad de su mando se asienta en dos elementos aparentemente antitéticos pero complementarios.

Por un lado, el tanteo iniciático de la izquierda radical. Como Yolanda Díaz dedicándole arrumacos a Puigdemont en Bruselas, actúa como avanzadilla de las iniciativas que luego los socialistas acabarán asumiendo, pero pudiendo presentarse como quien ha puesto cordura al morigerar las pretensiones excesivas de sus socios.

Por otro, el sempiterno recurso de "los barones socialistas críticos", en realidad una pieza más de este engranaje de anestesia colectiva y de producción de la legitimidad. El PSOE histórico, clásico, primigenio, que sale al paso de cada nueva tropelía de la actual jefatura para mostrar una honda consternación que jamás se ha traducido en ninguna acción tangible.

Pero el factor que mejor explica fenómenos como el de la anuencia de los simpatizantes socialistas a indignidades como la amnistía es que la sociedad que debería valorarla es ella misma amnésica.

A juicio de Nietzsche, "un exceso de historia daña a lo viviente, un exceso de memoria conspira en contra de la vida". Y este tiempo desquiciado de inflación informativa y de sucesión vertiginosa de hechos noticiosos no puede sino habitar la más miope inmediatez. 

Además, el progresismo tiene su mirada prometeica puesta en el futuro, por lo que se muestra insensible a cualquier condicionamiento del pasado. La abolición, que es la fuerza motriz de la izquierda desde la Revolución francesa, ha alcanzado también a la cronología.

No deja de resultar irónico, en cualquier caso, que la misma sociedad española que muestra una susceptibilidad desbocada para indignarse por fruslerías permanezca, sin embargo, aletargada ante los alardes de procacidad política del Gobierno.

Pero es que frente a un rostro pétreo nimbado por la gesta de haber repudiado la invasión de las hordas reaccionarias, de poco sirve recordar que donde dijo "digo" ahora dice "Pedro".

Cuando la amnistía quede también relegada a las simas del olvido, y el PSOE venza asimismo la resistencia para la celebración de una consulta de autodeterminación en Cataluña, habrá quienes intentarán contrarrestar el referéndum con el memorándum, con idéntico éxito. Al tiempo.