Anda la izquierda rabiando porque en Vox han tenido a bien colocar para la vicepresidencia de la Generalitat Valenciana a un torero. Ojo, no a un extorero, como dicen algunos. Matador de toros se es desde que se toma la alternativa, pero no se deja de serlo. Hablaríamos, en todo caso, como con el Papa, como con el Rey, de un torero emérito.

Destacan algunos en descargo que también es licenciado en derecho. Jurista amén de matador. Pero deslizar que se le ha elegido en tanto que leguleyo y no en tanto que espada es un grave error.

Vicente Barrera y Carlos Flores.

Vicente Barrera y Carlos Flores. Efe / Manuel Bruque

Primero, porque supone acogerse al papanatismo de asumir que inflación curricular se corresponde, sin más, con pericia política. Es este tecnocratismo sólo uno entre la infinidad de malentendidos que afectan a nuestras democracias burguesas. Y además, es bien sabido que se puede ser un sinvergüenza redomado o un perfecto inútil en cinco idiomas y en posesión de un doctorado.

Pero enarbolar que lo que hace apto a Vicente Barrera para el puesto es la abogacía y no la tauromaquia es un error, principalmente, porque supone bailar al son de las filias y las fobias de la izquierda, que es el deporte al que está abonada nuestra derecha apocada y mediopensionista.

Conviene no perder de vista que la izquierda española desprecia el país que le ha tocado en desgracia. Que en su pecado original del afrancesamiento lleva la penitencia del perpetuo lamento por no habernos subido a tiempo al tren de la modernidad europea. Para el izquierdista hispano palidece el brillo de la evangelización americana frente al fulgor de una operación de trasplante de riñón en un hospital público. Lo de España como una piel de toro es para el progre tan solo el parche curtido que cubre la pandereta nacional.

De ahí que un derechista que se precie deba celebrar a un torero-torero, y no a un torero-abogado, ocupando un cargo político. Tenemos también nosotros ahora la ocasión de jugar al juego posmoderno de las políticas de representación, de la visibilización de las minorías oprimidas.

El supuesto desdén hacia las letras de la ultraderecha queda falsado por la elección para la Conselleria de Cultura de un representante de la tradición con más solera y con más pensadores y bardos de nuestro acervo. Contradiciendo también los reproches de "negacionismo climático" desde los tendidos de la izquierda, Vox responde con un desplante y mete en el gobierno valenciano a un heraldo del ecologismo integral y humanista que es la cría del toro bravo.

El jacobinismo extranjerizante olvida que hay margen para la reivindicación del ethos ibérico sin incurrir en la reproducción de los clichés románticos de la Carmen decimonónica. Con una desbordante vitalidad nietzscheana el español replica un sonoro cuando se le intenta afear que el suyo es un país de toreros y tonadilleras. ¿Quién en su sano juicio querría desvincularse de esa imaginería mediterránea e hispanibunda, que diría Mauricio Wiesenthal, de la exuberancia del jamón y del ajo, de la jovial francachela de las sobremesas con cante jondo, de la voluptuosidad de la sangre y la arena?

El maestro Barrera, a poco que lleve a la plaza pública un puñado de principios de la lidia –el cuajo y el temple, el pundonor y la entrega–, ya habrá tenido un paso más fecundo por el poder que muchos de los intercambiables diputados y de los mortecinos burócratas que lo pueblan. Y si hablamos de un cargo representativo, ¿quién mejor que un matador en las Cortes como delegado de esa filiación telúrica con el catálogo de las virtudes añejas?

Sea como fuere, que a propósito de los pactos postelectorales la derecha esté toreando a una izquierda de pobre trapío pero de humillación profunda sólo podía ser una apoteosis de la más exquisita justicia poética.