La vida es una estafa, irremediablemente. Siempre hay un listo saqueándonos algo, de la naturaleza que sea, aprovechándose del candor que nos queda bajo nuestra pátina adulta de escepticismo, que en el fondo sólo es autoprotección. El ser humano me da sentimiento. Somos tan débiles. Tenemos tantas ganas de creer. Necesitamos tanto ser buenos. Cuidar, ser cuidados. Salvar, ser salvados. Pertenecer a algo. Estafar, ser estafados. Es el ciclo de la vida.

Lo decía Rosa Belmonte con mucha simpatía respecto al estafador del amor, este torcuato que seducía a mujeres incautas para esquilmarlas como a ovejas: aquel bautismo nominal era redundante, claro, porque el amor es ya por definición una estafa. Aunque algunas salen más caras que otras. Mi consejo es que intentes pagar lo mínimo.

La verdad es que hay que estar al loro. La de esta semana ha resultado especialmente sangrante. Manolo Lama, Paco González y Pepe Domingo Castaño han sido estafados por un compañero de Deportes Cope, un tal Guillermo Valadés, que les ha vendido la moto de que tenía un cáncer jodidísimo, entre el cerebro y la espalda, con metástasis y todo, que sólo podía curarse con un tratamiento experimental en la Clínica de Navarra.

Willy, el estafador de la Cope.

Willy, el estafador de la Cope.

Con la pena penita pena su presunto amigo les ha sacado los cuartos que ha dado gusto (alrededor de 400.000 euros, y eso que cobraba 100.000 al año) a estos tres buenos tíos que comparten conmigo una mentalidad atávica de clan, y por eso les respeto. Yo te quiero para que no mueras. Yo te quiero para minimizar siempre tu sufrimiento. Me conmueve. Me involucra. Me violenta.

Lo ideal es madrugar para encontrarse a primera hora de la mañana a los hijos de puta y ya estar en guardia el resto del día.

El Guillermo Valadés este se hacía llamar Willy, que es como para ponerse en sobreaviso. Vaya nombre de granuja histórico. Tú sabes que un Willy te la puede tramar con facilidad, porque tiene esa cosa graciosa del pillaje, del Lazarillo de Tormes que veranea en La Barrosa escuchando Siempre Así y que por norma se acaba haciendo lamparones en la camisa de El Ganso con su copa de balón derretida a embestidas de Barceló-Cola. Les conocemos: a él y a los que son como él. Les hemos querido así, desde el riesgo.

La foto de Twitter del tío no deja lugar a dudas: sale en ese mismo atardecer en la playa que les relato, con su sempiterno vaso de alcohol en el que reza "ya me has liao" (nos la liaste tú a nosotros, fiera) y la lengüilla ancha, como de perro pachón, sacada al aire un poco desnortadamente, sobre todo teniendo en cuenta su edad. Todos debemos aprender que hay un momento de la vida en el que es mejor cerrar la boca: hay selfies que están mejor no hechos, sexo oral que es mejor no practicado y palabras mucho más elocuentes cuando andan guardaditas.

Willy, a todas luces, era un desubicado. Es la foto de un hombre que no sólo no quiere morir, sino que no acepta envejecer. Destila un peterpanismo adorable y ridículo a la vez. Willy llevaba vaqueros y sonreía con la alegría infantil del trilero que pensaba que iba a caer de pie, que le habían tocado cartas buenas. Y tenía una melenilla muy móvil, muy pizpireta, una melenilla sansónica por la parte de abajo con la que arguyó sin palabras que no quería perder su fuerza, aunque por arriba clareaba un poco a lo Pepe Oneto. Funcionaba. Un diez.

Yo, que también soy una gilipollas sentimental, le hubiera dado a Willy todo mi dinero para que siguiese poniéndose pelo en Turquía o donde él hubiera querido, ya en la fase ficticia de recuperación del tumor.

Supongo que la calidad de un colega se mide por sus anécdotas en la sobremesa. Y de eso Willy tenía pinta de saber mucho. No hemos perdido sólo un amigo, sino un narrador acojonante, un novelista en ciernes, capaz de aderezar la historia hasta la genialidad o la desvergüenza, que en el fondo es lo mismo.

Pero tenemos que echar cabeza, mal que nos pese a los que somos mú' sentíos, mal que nos joda a aquellos que confiamos en los nuestros a ciegas y nos metemos unas hostias tremendas pero no sabes tú qué vistas desde aquí arriba. Lo explica diáfano el ensayito Crítica a la víctima, de Daniele Giglioli, donde desmenuza lo que podríamos llamar "la ideología de la víctima", auténtico cáncer moderno.

"La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable", escribe el autor. "¿Cómo podría la víctima ser culpable o responsable de algo? La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece. En la víctima se articulan carencia y reivindicación, debilidad y pretensión, deseo de tener y deseo de ser. No somos lo que hacemos, sino lo que hemos padecido, lo que podemos perder, lo que nos han quitado".

Es perfecto. Willy sólo podía ganar, porque era una víctima, una presunta víctima, y a las víctimas no se las cuestiona en esta sociedad de llorones, blanditos, pusilánimes y biempensantes. Parece que no aprendimos nada del Caso Nadia. Ni de Paco Sanz. Ni de todos los caraduras que han jugado con dos cosas sagradas: nuestra compasión y nuestra bobería, que se entremezclan y se trenzan, sinuosas, en una sola columna vertebral contemporánea. El imperio de la emoción. Qué castigo. Qué wokes, con todo. 

En general, como me ha explicado por activa y por pasiva mi amiga (y reputada periodista científica) Ainhoa Iriberri, un cáncer no se cura por tener más dinero. "Si te dicen que te vas a curar en una privada y no en una pública, es mentira". Seamos ciudadanos lúcidos. Confiemos en la ciencia. Dudemos para avanzar. Pidamos credenciales sin que eso nos avergüence, aunque sea a nuestro hermano. Paremos esta rueda de imbecilidad núbil. Y, como me dice siempre mi padre, "no te fíes ni de tu padre". Si le llaman "Willy", menos.

Cuídense. Salud para los buenos.