Pablo Iglesias tuvo un último destello de lucidez hace ahora dos años. Fue cuando explicó los motivos que le llevaban a abandonar la política, nada más conocerse los resultados de las elecciones autonómicas en la Comunidad de Madrid, a las que había concurrido como candidato de Unidas Podemos tras dimitir como vicepresidente del Gobierno. Dijo: 

La inteligencia política tiene que estar por encima de cualquier otra consideración. Ser útil para Unidas Podemos es mi mayor aspiración. (…) Creo que es evidente que a día de hoy, y creo que estos resultados lo dejan claro (…), no contribuyo a sumar. Creo que no soy una figura política que pueda contribuir a que en los próximos años nuestra fuerza política consolide su peso institucional (…). Yo no voy a ser un tapón para una renovación de liderazgos que se tiene que producir en nuestra fuerza política (…). Cuando uno deja de ser útil tiene que saber retirarse

El exsecretario general de Podemos, Pablo Iglesias, durante su intervención en la Fiesta de la Primavera, ayer en Zaragoza.

El exsecretario general de Podemos, Pablo Iglesias, durante su intervención en la Fiesta de la Primavera, ayer en Zaragoza. EFE/Javier Cebollada

Lo que quedaba después de un desbroce concienzudo de la farfolla propagandística era un análisis impecable. Iglesias había sido capaz de detectar que el problema para su formación había pasado a ser él mismo. Siete años después de emerger como el icono de un tiempo nuevo, era un juguete roto por achicharramiento. 

Su ejecutoria posterior ha sido una enmienda permanente a esa reflexión que parecía postrera. Escribimos en su día que el fundador de Podemos había trazado una trayectoria circular. Terminaba como empezó: comentando la actualidad política desde los medios de comunicación.

¡Ja! Qué ilusos fuimos pensando que iba a limitarse a ser la exestrella del fútbol que se acostumbra a comentar el partido en la tele.

Se aprecia especialmente en "El Ágora", la tertulia nocturna de los lunes en el programa Hora 25, que conduce Aimar Bretos en la Cadena SER. Se produce una situación paradójica. Pablo Iglesias es, en rigor, el único de los tres participantes que está realmente retirado de la política institucional. (Tanto Carmen Calvo como José Manuel García-Margallo siguen siendo representantes del pueblo español en el Congreso de los Diputados y el Parlamento Europeo, respectivamente).

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Sin embargo, es la presencia de Iglesias lo que en la práctica totalidad de las semanas echa por tierra el aire senatorial que se esperaba de aquella charla. Rara es la vez que no aprovecha el micrófono para marcar la agenda en el artefacto político que creó y en la parte del Gobierno negociada en su día por él. Jamás puede hacer de juez porque siempre es parte. 

Cambiamos de dial pero no de franja horaria. Rafa Latorre ha definido muy bien lo que es Podemos a día de hoy: una feligresía. A ella van dirigidas las entrevistas a Ione Belarra en la que cuatro interrogadores son incapaces de hacer una sola pregunta digna de tal nombre o los vídeos electorales en los que se insulta a quienes sí las formulan.

Se nota hasta en los planos. Se ve a Irene Montero y a Belarra, claro. Pero acaba saliendo Iglesias. Las imágenes de archivo de los días de vino y rosas son las de sus tiempos. Ha dejado pequeño el concepto de jarrón chino. Es el Cristo Redentor de Río de Janeiro en un piso de treinta metros cuadrados. 

A ver si el relato circular era diferente. Y es su trayectoria política la que ¿termina? igual que empieza. Del núcleo duro (e irradiador, suponemos) de 2014 apenas queda Echenique. Se han deshecho las confluencias y las mareas. A esta velocidad de rebobinado, en el Podemos sin Sumar sólo va a quedar aquel que aunó las funciones de candidato y logotipo en aquellas primeras elecciones europeas.

¿Llamada inminente a la imprenta para repetir el rostro sobre la papeleta de diciembre? No valdría un reciclaje perfecto. Ahora ya no lleva coleta.