Desde un punto de vista político, la última pieza del puzle resulta difícil de encajar. Pero si nos atenemos a la dimensión literaria de la vida de Ramón Tamames, no hay ninguna sorpresa en su última quijotada. Ser el candidato de Vox en una moción de censura forma parte de su manera de entender la existencia, que es la del Capitán Trueno. La del Jabato. La de las novelas de Stevenson. Tamames, antes que cualquier otra cosa, siempre fue un aventurero.

Ramón Tamames.

Ramón Tamames.

De él se ha dicho casi todo estos días. Se ha escrito lo más aburrido. Que si fue comunista, que si los Pactos de La Moncloa, que si discutió con Carrillo, que si se fue al CDS de Suárez, que si la estructura económica... Pero no se ha desvelado cómo y por qué "en todos los apartamentos donde follaban los progres había un libro de Tamames". Lo dijo Umbral.

Aquí hemos venido a desvelar esos secretos. No tiene por otra parte ningún mérito. Los cuenta el mismo Tamames a través de sus memorias, tituladas precisamente Más que unas memorias (RBA, 2013). Condimentaremos con algunas conversaciones mantenidas en el pasado con el propio Tamames y con testimonios de conocidos suyos –amigos y detractores–.

Hay un plan para matar a Franco, una conferencia educativa a presos de ETA, dos citas con Ava Gardner, visitas a Pío Baroja, un suicidio, muchas fiestas, sexo. Pero tanto ha vivido Tamames que es mejor empezar por el principio.

Era el Madrid de la República. Nació Ramón en el 33. Hijo de un médico y de una mujer de labores cuya circunstancia, como en el poema de Luis Alberto de Cuenca, era la de todas las mujeres. Fue en el barrio de Chamberí, en una casa con jardín grande, que a ojos de un niño era un mar lleno de barcos y de piratas. Cinco hermanos.

Los primeros recuerdos de Tamames son de guerra. Un día, acompañó a su padre, médico, al hospital. Había unos corderos en la puerta. Al niño le extrañó ver animales en un lugar así. Preguntó. Le dijeron que eran para alimentar a los heridos que llegaban del frente.

En el jardín de los Tamames, como en todo Madrid, cayeron una vez los panecillos con que bombardeaban los aviones de Franco. Iban envueltos en rojo. Incluían una nota: "Con el trigo de nuestros graneros daremos de comer a la España famélica hoy dominada por el terror rojo". Mucha gente gritaba: "¡No comáis! ¡Están envenenados!". Pero tenían tanta hambre que comían.

Iban los hermanos Tamames recogiendo proyectiles, balas y cosas sin explotar para fabricar petardos. Una vez salió mal, lo vio "la Geno" –la chica que trabajaba en casa– y se acabó. Había servicio, de lo que se deduce que era una familia que no pasó demasiadas penurias.

Hasta que Franco entró en Madrid. Recuerda Ramón todavía hoy a su abuela bordando a toda pastilla una bandera nacional para ponerla en la ventana. Era obligatorio. Su abuelo Clemente enseñó a leer al nieto cuando éste tenía tres años.

Con la naciente dictadura comenzaron penurias políticas para los Tamames. El padre, al que Ramón siempre llamó "don Manuel", fue encarcelado. No por haber sido republicano, sino por las acusaciones que vertieron contra él médicos del otro bando. Le endilgaron delitos comunes que no había cometido.

Vio Tamames lo peor de ese franquismo de posguerra: los fusilamientos; cómo a su alrededor se recogían avales para frenarlos, casi siempre sin éxito. De ahí que impacte sobremanera que hoy pueda encabezar la moción de un partido que define a Sánchez como "peor que Franco".

El suicidio de su madre

Suele narrar Tamames con bastante ironía. Incluso episodios como este. Pero hay un momento en el libro que genera mucho desasosiego. Su madre se suicidó por una relación extramatrimonial que tuvo el padre con una enfermera a la que conoció en guerra.

Ramón encontró una carta de su madre a su padre que dice así: "Estás haciendo de mí una completa desdichada. ¿No te das cuenta de mis sentimientos? Por mucho que pretendas lo contrario, no has tenido nunca la suficiente sensibilidad para adentrarte en mi alma de mujer, y ver cómo se sufre la falta de amor y cariño. Recapacita, reflexiona, pero si dejas pasar mucho tiempo así, yo no sé qué haré. Desde luego, no seré responsable de nada, porque eres tú quien me está empujando al estado de postración en el que voy hundiéndome más y más. Si al final tomo la decisión que estoy pensando, el único culpable serás tú". Y tomó la decisión. Se quitó la vida.

La siguiente etapa, de chaval, tuvo mucho que ver con su padre. Manuel Tamames era el médico de los toreros, el bisturí al que llamaron cuando vieron que Belmonte se moría. Íntimo de Luis Miguel Dominguín, conoció a Ava Gardner. La musa se los llevó a todos hasta las tantas de la madrugada a un tablado flamenco. Se encariñó la Gardner de Tamames porque, años después, estando el catedrático en Londres, fueron a cenar juntos.

También cenó en aquel tiempo con Bergamín y con Buñuel. Pero le faltaba conocer a su verdadero ídolo, Pío Baroja. Con unos cuantos amigos, se fue a verlo a la casa de la calle Ruiz de Alarcón. Participaron de aquella tertulia habitada por personajes tan estrafalarios como extraordinarios.

Un día, don Pío les dijo allí sobre la sequedad de la meseta: "Lo mejor sería tirar una bomba atómica en el centro de España y hacer una gran laguna para criar patos. Así, el resto del país podría salir adelante".

La revuelta del 56

Fue en la universidad cuando Tamames se metió en el lío de la política, primero sin militar en el PCE. Se convirtió en uno de los líderes de la revuelta del 56, que puso en aprietos a Franco y le obligó a cesar al ministro de Educación.

Tan antifranquista era Tamames que un día se planteó la posibilidad de atentar contra el dictador. Fue idea de su amigo Juan Sebastián Garrigues Walker, el hijo de don Antonio. Convocó a nuestro hombre en la cervecería El Águila, en la plaza de Alonso Martínez.

"Lo hizo para reconvenirme sobre la necesidad de planear un atentado y acabar con Franco de una vez. 'Mientras España no se libre de él –dijo–, seguiremos en la dictadura'. Yo no me asombré para nada de una propuesta así y, como estábamos cerca de la casa de José María Ruiz-Gallardón –padre de Alberto–, nos acercamos para preguntarle qué le parecía la idea", escribe Tamames.

Esta fue la respuesta de Ruiz-Gallardón, según Ramón: "Me parece bien. Lo de acabar con Franco no es mala idea. Pero todo tiene unos ciertos trámites y, para hacerlo con garantía, necesitaríamos que de tal operación se encargara un gángster de Chicago. Un verdadero profesional debidamente experimentado. Y para eso, pequeño detalle, haría falta un millón de euros. Cuando dispongáis de esa cantidad, volved por aquí".

Se montó una terrible en la universidad, con el 1956. En un enfrentamiento, un falangista recibió un tiro. Los pro-régimen comenzaron a dibujarlo como un mártir. Cuando estuvo en el hospital, en coma, aquellos grupúsculos de extrema derecha prometieron que, si el chaval falangista moría, se cargarían ellos a alguien. Y ese alguien iba a ser Tamames.

Llevaron a Ramón a esconderse a la finca de Dominguín. Pero finalmente acabó en la cárcel. Los policías se quedaban asombrados cuando aparecía por allí a verle el torero. Todo eso generaba un halo de protección alrededor de Tamames, que no recibió tantas palizas como otros del PCE, véase Díaz-Cardiel.

En el plano académico, Tamames se iba haciendo catedrático. Su Estructura económica de España era el libro de moda. Cómo debía de ser aquella España que la gente se ponía a leer un tocho así sobre economía. En la cárcel, los comunistas lo devoraban. Lo subrayaban. Eso lo cuenta, por ejemplo, también Díaz-Cardiel. Leer a Tamames era ir a la última. Palabras de Umbral, en su tono habitual: "Ramón nos ayudó a follar casi tanto como Marcuse. Por eso le queremos".

Conferencia a ETA

De las anécdotas carceleras de Tamames llama la atención una ocurrida en 1976, ya muerto Franco, pero sin democracia todavía. Que lo cuente él mismo: "Uno de los miembros más destacados de la comuna de ETA me solicitó que diera a su colectivo una conferencia sobre la situación económica. Acepté la propuesta, fijamos una fecha, y él mismo solicitó un aula, que le fue concedida sin mayores problemas (...) Hablé ante un auditorio de una treintena de personas, casi todas ellas etarras, durante casi una hora".

Simulando "el acento de San Sebastián", Tamames les dijo que lo de la independencia sería un desastre. Mantuvo una relación cordial con ellos hasta que abandonó la prisión. Sólo tuvo un altercado: quisieron robarle su toalla verde para fabricar una ikurriña.

Fuera de la cárcel, dirigente del PCE, Tamames ya era una estrella. Admirado por los suyos, pero también por el establishment franquista. Tenía relación con Fraga, que le gritó lo de "¡la calle es mía!". Trabajó como técnico en un ministerio. Se decía que Ramón era el reverso democrático del ministro de Economía.

Cuenta Dragó en Esos días azules (Planeta, 2011) que Ramón consiguió conquistar a la chica más buscada: "Carmen era la chavala más guapa y más creída de la Residencia, con la que todos soñábamos y tras la que todos, inútilmente, corríamos, porque nos trataba como lo que éramos: unos críos". Carmen Prieto-Castro aparece en la memorialística de Umbral como una mujer arrolladora, organizadora de un saraos nocturnos impresionantes.

Llegó 1976 y el sábado santo rojo. Tamames fue el primer firmante de la legalización del PCE. Le llevaron los papeles a casa, pero no estaba. Se los pasó un policía a Carmen por debajo de la puerta. Ya estaban dentro de la Historia.

Pero no fue aquel un año ya plenamente libre. A Ramón, en una mani, un policía que lo reconoció le pegó una paliza de espanto. Lo dejó en el suelo, aturdido. Y eso que ya gobernaba Suárez.

Después vino lo aburrido, lo que todo el mundo sabe. Se cabreó con Carrillo. Y Carrillo con él. Dejó el PCE. Se matriculó en el CDS. Siguió escribiendo libros. Hasta hoy, el tiempo de la pirueta imposible. Todo esto es Ramón Tamames.