Me es imposible escribir de Lavapiés si no es desde el asombro. Amo este lugar por su irreverencia, por su mestizaje y por la manera tan libérrima que tiene de zafarse cuando un político intenta utilizarlo. Mentiría si dijera que lo pienso todos los días, pero sí le canto al barrio algún que otro atardecer, cuando vuelvo a casa borracho de nostalgia y veo esos triángulos de colores colgando de balcón a balcón.

Un mantero se encara con un agente de policía.

Un mantero se encara con un agente de policía. EFE

Lo madrugo mucho, lo trasnocho un poco. Voy a sus bares, piso sus teatros. Rio con los vecinos, brindo en sus restaurantes. Compro en sus librerías viejas, paseo por sus mercados. Y tengo que decirlo: se ha ido de las manos.

Todos sabemos dónde está la droga. Los políticos saben dónde está la droga. La policía sabe dónde está la droga. Políticos y policía saben lo que gira alrededor de la droga. Y son los vecinos quienes viven en ese alrededor de peleas, gritos y noches incómodas. Políticos y policías no hacen. Vecinos quieren hacer y no pueden.

La droga en los narcopisos, la droga debajo de las ruedas de los coches. La droga en las esquinas y en las plazas, vendida entre susurros. No es la droga, sino su mercado.

Me consta que esta apreciación no es sólo mía. Un grupo de vecinos ha convocado una reunión este martes con el título Contra el narcotráfico y el abandono institucional. También me consta que los partidos de la oposición (derecha e izquierda) emplean ese "se ha ido de las manos". Y soy consciente de que el gobierno municipal asume que la situación se le ha vuelto un polvorín.

Un sintecho durmiendo, literalmente, en la puerta de un portal. La vecina, como es pronto, no quiere salir sola. Un hombre, a plena luz del día, en otro portal, se inyecta con una jeringuilla. Una mujer corre porque, de repente, estalla una pelea en la plaza Nelson Mandela. Una taxista que echa del vehículo a un hombre que acaba de comprar harina en la plaza y se la está metiendo en el asiento de atrás.

Todas esas chicas que no salen a correr por la mañana porque no se atreven. Todas esas chicas que sí corren porque, cuando se pone el sol, regresan más corriendo que andando.

Lavapiés tiene una luz y una oscuridad. Ambas guardan algo en común. Apuntalan lo que los poetas llaman la quintaesencia del barrio. Ambas realidades pueden percibirse en cuanto se pone un pie dentro. La luz es su cultura, su convivencia (aunque queda camino por recorrer) entre distintos. La oscuridad es la impunidad de quienes viven al margen de la ley.

Lavapiés está a cinco minutos andando de la estación de Atocha. A cinco minutos andando de la Puerta del Sol. Lavapiés es el corazón de Madrid. Y (mal)vive como si nadie lo viera. No se puede ser un buen alcalde de la ciudad si no se pisa, se trabaja y se busca un remedio para Lavapiés. Esto vale para los que se fueron, para el que está y para los que vendrán. Hagan algo ya, ahora, no nos tomen por idiotas.

No formaremos parte de una campaña electoral.