Resulta escalofriante pensar que Fidel Castro llevó la revolución a Cuba en 1959 y que su sistema de gobierno, basado en la falta de libertades y la asfixia al progreso del país, aún continúa. Y quizá más vigente que nunca. Por eso los cubanos siguen huyendo, tanto tiempo después.

Un puesto callejero de fruta en La Habana, Cuba.

Un puesto callejero de fruta en La Habana, Cuba. Reuters

En el último año, cerca de 200.000 nacionales cubanos han entrado ilegalmente en los Estados Unidos. Este éxodo supera en mucho al de los marielitos, como llamaron en Miami a los cubanos a los que Fidel dejó escapar, a propósito, en 1980.

Es una huida, la de este último año, que multiplica por cinco la que provocó la gran crisis de los balseros en 1994.

Cada cierto tiempo, la paciencia de los ciudadanos se desborda y surge una a veces tímida, a veces más contundente, mareada de protestas. Pero nunca son suficientemente fuertes, ni tampoco decisivas. No por falta de ánimo en la población, cuyo hartazgo resulta tan lógico como evidente, sino por las consecuencias potenciales que se derivan de ellas.

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Las últimas demandas públicas al régimen aparecieron durante el último verano. Como todas las anteriores, estas también concluyeron del mismo modo, con algunos exiliados forzosos, centenares de detenidos cuyos derechos nunca se observaron y ningún cambio a favor de las medidas que solicitaba la gente en las calles.

Reformas, la gran reclamación general, imprescindibles para transformar un país anclado en un mundo que ya no existe, con coches que en realidad tampoco existen por mucho que los cubanos, una y otra vez, consigan que sigan circulando junto al Malecón.

Deberían prohibirse los gobiernos que secuestran a sus poblaciones. Los que dividen a sus familias. Los que impiden la prosperidad de sus ciudadanos. Todo eso lo ha hecho el Estado cubano estos últimos 63 años, siempre bajo una excusa que sólo fue bonita, que sólo estuvo justificada, el día que los barbudos entraron en La Habana para echar al responsable de un Estado delirante, Fulgencio Batista. Responsable que, sin embargo, mejoraba lo que vino después, durante tantos años, tantas décadas.

El régimen de La Habana sigue aplastando a los cubanos y sólo así los mantiene (a los que permanecen) en la isla, resignándolos a un solo partido, a una sola idea, a un solo futuro. Ese del que siguen huyendo, aún en números asombrosos, mientras se juegan la vida en el proceso.

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Dado que la represión es tal que los ciudadanos, abrumados por un sistema que los aprisiona, se muestran incapaces de derribarlo, resultaría necesario que la comunidad internacional condujera al régimen hacia un lugar más sensato y amable, uno desde el que se pudiera aspirar a cambiar ese Estado por uno que tuviera las características de ese otro que imaginaron los cubanos cuando Camilo Cienfuegos y el Che Guevara entraron, triunfantes, en La Habana.

Porque los cubanos, en 1959, querían echar al dictador, pero no cambiarlo por otro. Mucho menos querían, en la segunda mitad del siglo pasado, un sistema de Gobierno eterno (la mayoría de los cubanos sólo ha conocido uno) que confiscara cada uno de los rincones de sus vidas para ponerlos al servicio de un Estado cuya característica esencial es la corrupción.

Sería bueno que se empezara a confrontar esta infausta realidad en el hermoso Caribe de arenas blancas con las únicas palabras justas. La revolución lleva décadas dinamitando las vidas de los cubanos. Es tiempo de que llegue su final.