El 22 de octubre, Italia conmemorará el centenario de la Marcha sobre Roma.

Esta aterradora y patética historia sólo puede recordarse como una de las grandes pesadillas que se han conjurado en Europa.

Giorgia Meloni , líder del partido de extrema derecha Fratelli d'Italia, durante una entrevista.

Giorgia Meloni , líder del partido de extrema derecha Fratelli d'Italia, durante una entrevista. Reuters

Aquel pasacalles, aquellos fascios, aquel desfile de escuadrones menos numerosos de lo que cuenta la leyenda dorada del fascismo; aquellas hileras de parias que vemos en la película de Dino Risi con Vittorio Gassman y Ugo Tognazzi, más ocupadas en el pillaje, empinar el codo y salir de juerga que en restaurar la grandeza de Italia; el miserable y desvalido cuadriunvirato que rodeaba a Mussolini y que estuvo a punto de retroceder ante una tormenta… Todo eso parecían ser cosas que ya pertenecían al pasado.

Y para los admiradores de Italia, para aquellas personas que, como yo, consideran el país de Dante, Tintoretto y Sciascia una segunda patria, el propio personaje de Mussolini parecía congelado de forma definitiva en el grotesco retrato que nos dejó Gadda en su Eros y Príapo; Malaparte en El gran imbécil o Antonio Scurati en las primeras páginas de su M. El hombre de la providencia, donde vemos a dicho hombre luchando contra la diarrea, los vómitos y los espasmos ulcerosos.

Pero ahí estamos.

Todo ello sin contar con las elecciones que, el próximo 25 de septiembre, unas semanas antes del aciago aniversario de la Marcha de Roma, es probable que lleven al poder a una coalición que se muestra claramente nostálgica de ese oscuro panorama.

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Pues Giorgia Meloni, líder de los Hermanos de Italia, partido aliado a su vez con el de Silvio Berlusconi y Matteo Salvini, puede hablar todo lo que quiera.

Puede jurar que ha cambiado, que se ha desprendido de los demonios que tenía y que atrás ha quedado el tiempo en el que decía que Benito Mussolini fue un “buen político” sin parangón en la vida política nacional italiana de los “últimos cincuenta años”.

Hay al menos dos cosas que deberían alarmar a todos los demócratas italianos y europeos, tanto si son de derechas como de izquierdas.

En primer lugar, los símbolos del partido. El emblema, la llama verde, blanca y roja tan querida por los simpatizantes del MSI, el Movimiento Social Italiano que fue, tras la Segunda Guerra Mundial, el heredero directo del partido fascista, que fue prohibido. El estruendoso “La historia nos dará la razón" que lanzó en Piazza Vittorio, en Roma, después de que Mario Draghi perdiera en la votación y quedase en minoría, y que todo el mundo entendió como una repetición del famoso “La historia me dará la razón” que susurró Mussolini pocos días antes de su muerte en la última entrevista que concedió.

Por otro lado, su política migratoria. El casi increíble acto fallido que hizo que instalara su sede de campaña en la mismísima Via della Scrofa, donde el Movimiento Social Italiano instaló la suya en 1946. Por no hablar de que uno de sus aliados, Enrico Michetti, acusó al “lobby judío” de “decidir el destino del planeta” y declaró, durante la campaña para la alcaldía de Roma que, en tiempos de coronavirus, el saludo fascista era más higiénico que el apretón de manos.

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Pero no menos inquietante es el tipo de relación que un Gobierno presidido por ella establecería con aquel de entre todos los líderes mundiales, Vladímir Putin, a quien su antiliberalismo, su desprecio por la democracia y la ley, su culto a la fuerza y a la figura del líder, además de su violencia, remiten con mayor claridad a los valores de los fundadores del fascismo.

Ahí la señora Meloni también puede decir todo lo que quiera. Puede repetir tantas veces como guste que Italia, con ella gobernando, no pondría en tela de juicio las sanciones contra Moscú, pero tiene un aliado, Silvio Berlusconi, cuya legendaria amistad con Putin le hizo decir, en una entrevista con el diario Komsomolskaya Pravda, que es “el líder adecuado” para Rusia porque es “un hombre extraordinario, sencillo y modesto, con grandes cualidades humanas”.

Y tiene otro aliado, Matteo Salvini, cuyos vínculos con el poder ruso son un secreto a voces. ¿Acaso no acaba de revelar la prensa italiana que el entorno de Salvini, mientras él mismo planeaba un discreto viaje a Moscú, negociaba con la embajada rusa en Roma para romper la coalición que permitió gobernar a Mario Draghi?

No conozco a la señora Meloni.

Pero sí que he llegado a cruzarme con Silvio Berlusconi.

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Y en cuanto a Matteo Salvini, debatimos hace dos años en un canal de televisión italiano. Esperaba a un Fierabrás, pero me encontré a un Scaramuccia.

Me habían anunciado que era un condottiero: era una mezcla entre el dueño de un casino de las películas de Scorsese y un mafioso de poca monta del clan Corleone.

Pero, sobre todo, me encontré con el mismo tipo de Putin europeo que ya dejaba que sus parientes se embolsaran rublos y petrodólares en Moscú, que negociaba el futuro del pueblo italiano mediante tratos entre bambalinas bañados en vodka y que, entre todos los disfraces a los que era tan aficionado (un día, bombero; otro, policía; al día siguiente, funcionario de aduanas), seguía prefiriendo las camisetas con la efigie del amo del Kremlin.

El pueblo italiano se merece algo mejor.

Europa, cuya cuna es Italia y, más que nunca con el Tratado del Quirinal, uno de los pilares vivos del continente, irá a menos con la victoria de esas gentes.

Que la patria de Gasperi y Pasolini se interponga en su camino.

Que Italia recupere esa mezcla de sabiduría y valor a la que sus mayores llamaban virtu.

De este risorgimento republicano depende el futuro de Europa.