El horror. La muerte en los talones. La turba que no descansa. Nunca. Salman Rushdie, al contrario de lo que se ha dicho, no había decidido finalmente que había llegado el momento de "llevar una vida normal". Y sólo aquellos que se creyeron esto de verdad, como en el caso de Aayan Hirsi Ali y de otros, juzgaron que protegerlo era demasiado caro.

El escritor Salman Rushdie.

El escritor Salman Rushdie. Reuters

En realidad, era él quien se ocupaba de su protección. Se mantuvo firme, pero era consciente, en el fondo, de que los asesinos seguían allí. Al acecho. Salman sabía que estaban esperando el momento y que atacarían cuando lo decidieran.

El islamismo es una mafia. Una mafia global, pero no deja de ser una mafia. Y funciona como la mafia según nos la explicaron James Ellroy, Mario Puzo o Roberto Saviano. Una vez que se ha dado el golpe, nunca se retira. Cuando se dicta la sentencia, el mundo se convierte en una ratonera, una trampa universal. Un día, la trampa se activa. El asesino está frente a ti. Se acabó. Si no se obra un milagro, estás muerto.

Alivio. Inevitablemente, el lunes, el alivio. Lágrimas de alegría al leer las declaraciones de Andrew Wylie, el agente literario de Salman. Se ha obrado un milagro.

Nuestro amigo está mejor. Ha dicho unas palabras. Ha sonreído y ha bromeado. Como en aquel cuento medieval, que bien podría ser suyo y que pone en escena a un "hijo del rey" llamado "el Loco de la Muerte" o "el Padrino de la Muerte", la Parca no quería nada de él ni él quería nada de la muerte.

Y vivirá...

Cuando se anunció la tragedia, hablé de la inmortalidad de Salman Rushdie. Lo decía casi en sentido estricto. ¡Ha pensado tanto en ese momento! ¡Estaba tan preparado para ello! He leído que inmediatamente se protegió el cuello con las manos y contrarrestó la fuerza inhumana del agresor con un arranque de fuerza humana concentrada que sacó de dentro.

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Esto es algo que no se dice a menudo: lo fuerte que es Salman. Es algo que siempre he sabido: es un coloso acosado por los enanos.

Tampoco se ha hablado como corresponde del terrorista. Se han repetido las mismas tonterías de siempre: que si un lobo solitario, que si un desequilibrado, etcétera.

Se han resistido a utilizar las palabras adecuadas: islamismo, fascislamismo, el ejército del crimen cuyos versículos constituyen su breviario.

¡Como si hubiera lobos solitarios! ¡Como si no supiéramos, desde Vigny, Herman Hesse y otros, que los lobos van en manada o mueren! Y este lobo...

Hay al menos un detalle de este lobo que no se ha puesto sobre la mesa. Su apellido. El otro. El falso. El que eligió para su permiso de conducir falsificado. Mughniyah. Hassan Mughniyah. Como Imad Mughniyah, el líder islamista, comandante de las operaciones exteriores de Hezbolá, asesinado por los israelíes hace catorce años, cuando él, el hombre que quería asesinar a Salman, era un niño y al que sólo puede recordar porque le han enseñado a venerarlo.

Firma del delito. Confesión. Este hombre revela, por la propia elección de su nombre de guerra, que es soldado de un ejército cuya retaguardia está en Beirut y cuyo alto mando se encuentra en Teherán.

Y luego el torrente de agua tibia y eslóganes benignos que a veces no nos dejan ver el crimen. Salman es un Voltaire que, de un momento a otro, se convierte en el caballero de La Barre, ajusticiado por la intolerancia religiosa.

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Pero por todo ello, ¿es un apóstol de la única "libertad de expresión" amenazada? ¿Es su gusto por la "blasfemia", y la ley que la acompaña, lo que se le imputa como delito? ¿Y dónde hemos visto que su gran tema sea "el derecho a criticar las religiones"?

Mi compañero Sylvain Fort, en La Règle du Jeu, fue quien lo señaló. El "crimen" de Salman va más allá. Desde hace 33 años se mata a decir que no es un militante, sino un artista. Desde hace cuarenta años, construye una obra inmensa y poco convencional, tan vasta como la noche y los hijos de la medianoche.

Y lo que no le perdonan los analfabetos que van tras él es el gusto por la fábula, por los sueños, por la ficción. Perpetuar otra historia, no menos preciosa, no menos amenazada y, para los que lo odian sin haberla leído, aún más formidable: la de los escritores que, de Cervantes a Kundera, defienden el derecho imprescriptible de transformar la vida en una novela.

Por eso sugerí que la Academia sueca le concediera a Salman Rushdie el Nobel de Literatura de este año. Sé que es tarde. Me figuro que ya se han producido los trabajos previos, las deliberaciones, puede que ya tengan un nombre casi elegido.

Y no me cabe duda de que la institución tiene las manos atadas con los procedimientos cuyo respeto escrupuloso es garantía de la honestidad del galardón.

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Pero ¿de qué valen los procedimientos cuando la casa está en llamas? Dado que los golpes en el brazo, el hígado, el cuello y el ojo a Salman Rushdie iban dirigidos a la posibilidad de que exista un mundo en el que todavía habrá libros y seres humanos que los sostengan, ¿no sería absurdo, incluso indecente, que otro escritor que no fuera él se llevase los laureles en estas circunstancias?

Y la solidaridad mostrada por sus compañeros, en gran número, ¿no podría llegar hasta esta solemne declaración: "Nadie más que él, que casi murió escribiendo y diciendo que los libros son la vida, merece hoy esta distinción"?

En cualquier caso, hay una cosa que sí que es cierta. Hay un escritor, Sartre, que en su día pudo permitirse rechazar el Nobel. Y hoy hay un escritor, Rushdie, al que la Academia no puede, sin ser cobarde o ridícula, permitirse rechazar este año.