"Yo también tendría miedo si fuera Oriol Junqueras" me decía hace apenas unas horas una de las mejores periodistas de tribunales de este país en referencia a unas declaraciones del líder de ERC en las que este manifestaba su temor a volver a ingresar en la cárcel.

Oriol Junqueras durante una rueda de prensa.

Oriol Junqueras durante una rueda de prensa. EFE

"Pero eso es porque Junqueras no conoce cómo funciona el Supremo" añadía luego. "La realidad es que es muy difícil que el Tribunal Supremo anule los indultos de los líderes del procés porque esa es una potestad discrecional del Gobierno en función de criterios de justicia, equidad o conveniencia pública".

Léase "en función de la conveniencia política del Gobierno". Y buena suerte a quién pretenda delimitar la frontera que separa la conveniencia pública de la del Gobierno, casi tan borrosa como la que separa el erotismo de la pornografía.  

Queda la posibilidad de la anulación de los indultos por analogía con el autoindulto, una figura que prohíbe el perdón del presidente del Gobierno o de sus ministros por delitos contra la seguridad del Estado, entre los cuales luce con brillo propio el de sedición.

Pero ni los líderes del procés eran miembros del Gobierno, aunque sean socios parlamentarios de este, ni es posible sostener jurídicamente (cosa diferente es en Twitter) que el presidente se estaba beneficiando a sí mismo al comprar los votos de los independentistas a cambio del perdón de sus líderes. Algo que, siendo cierto, no es de la incumbencia del Tribunal Supremo, sino de los votantes en las próximas elecciones. 

El miedo entre los líderes del procés debe en cualquier caso de ser real, porque también Jordi Cuixart ha puesto sus barbas a remojar trasladando temporalmente su residencia a Suiza. El pretexto oficial es la apertura de una fábrica en Neuchâtel, donde vivirá, y su supuesto trabajo por la "internacionalización" de la "causa" catalana.

En realidad, Cuixart, muy criticado entre el independentismo pata negra por haber aguado las demandas de independencia convirtiéndolas en un asunto de derechos humanos, pacifismo y otras abstracciones sesentayochistas, más universales pero mucho menos peligrosas para el Estado, se va de Cataluña porque la derrota del independentismo es total y ni siquiera a él le apetece vegetar sobre ese camposanto en el que reposan los cadáveres de las ilusiones pueriles de dos millones de catalanes. 

Y si huyendo escapa además del (pequeño) riesgo de que el Tribunal Supremo dé la sorpresa y le devuelva a prisión, doble beneficio. 

Cosa diferente es el nacionalismo, que ha salido del procés tan triunfante como lo hizo Cataluña, la verdadera ganadora de la Guerra Civil, tras el franquismo. Diga lo que diga ese relato que fue escrito, como suele suceder, por los vencedores. Que dicho relato sea más o menos lloriqueante es lo de menos y obedece sólo a modas ideológicas: en la política moderna genera más réditos el victimismo que el triunfalismo, y sabiendo eso se sabe todo lo que hay que saber sobre ella y sobre la Cataluña de 2022.

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Que Pedro Sánchez es un negociante nato y que le da igual ocho que ochenta es una evidencia al alcance de cualquiera. La probabilidad de que los intereses de los españoles coincidan con los del presidente y su supervivencia política es, por tanto, cuestión de azar. Más de uno se ha vuelto loco intentando buscar un patrón en ese azar cuántico, léase yo mismo, para acabar cayendo en el nihilismo más absoluto. Lo que sea con Sánchez, será, y uno debe aceptarlo como se acepta el impacto de un meteorito.

Dicho lo cual, es una obviedad que el nacionalismo sale no ya reforzado, sino blindado, del acuerdo firmado por el Gobierno y la Generalitat el pasado miércoles. 

En realidad, y con ser llamativo, lo de menos es si el Gobierno aprueba o no una reforma del delito de sedición, algo que beneficiaría a Carles Puigdemont y, en segundo lugar, a docenas de secundarios sin frase que están siendo investigados y procesados por su implicación en el golpe contra la democracia de otoño de 2017.

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Por si les interesa, la periodista de tribunales citada al principio de este artículo cree que esa reforma no se aprobará porque Pedro Sánchez no sobreviviría políticamente a ello.

El resto de jefes de EL ESPAÑOL, incluido el que firma esto, cree que sobrevivir a una reforma del delito de sedición es una fruslería para quien ha sobrevivido al escándalo de su propia tesis doctoral, a una pandemia de la que España salió liderando por la cola todos los rankings económicos y sanitarios, al indulto de los golpistas del procés, a sus constantes cambios de rumbo y de discurso, a sus purgas en el Gobierno y el partido, a sus pactos con EH Bildu y con los propios independentistas, a la ley trans, a la inflación, a la subida de los precios de la energía y los combustibles, y a Podemos.

Reconozco el esfuerzo y el positivismo, en el sentido menos cursi posible del término, de aquellos que, como Alejandro Fernández o la gente de Ciudadanos, de Valents, de S'ha Acabat!, de Escuela de Todos, de Societat Civil Catalana o de tantas otras pequeñas asociaciones civiles catalanas, siguen creyendo necesario defender lo obvio en Cataluña. Es decir, los derechos civiles de los catalanes no nacionalistas.

Pero es un esfuerzo condenado a la melancolía. Como decía el biólogo evolutivo Edward O. Wilson del socialismo, "bonita teoría, especie equivocada". La teoría aquí es la democracia y la especie, la Cataluña catalanista, que rozó el 85% de los votos en las elecciones autonómicas de 2021 y que jamás ha bajado del 75%.  

Reconozco también el razonamiento que lleva a intentar cuajar un partido de centroderecha catalán y catalanista, pero no nacionalista, que absorba a una parte suficiente del viejo electorado de Convergencia y Unión. Pero dudo que ese electorado siga existiendo, al menos con las mismas motivaciones e intereses que hace 30 años.

Y, sobre todo, estoy convencido de que las diferencias entre catalanismo y nacionalismo sólo existen en la cabeza de quienes siguen creyendo en esa taxonomía más voluntariosa que real. 

Porque la realidad es que la Cataluña silenciosa no ha existido jamás. 

Que la intelectualidad socialdemócrata que en los años 80 y 90 se arremolinó alrededor del PSC y que luego dio lugar a la fundación de Ciudadanos ha demostrado que no existen peores análisis de la realidad que los de un intelectual que vive de ello. 

Que el nacionalismo es la ideología por defecto de los catalanes, como demuestra que Cataluña fuera la comunidad más franquista de España durante el franquismo y la más convencidamente cantonalista durante la democracia. 

Y que la opción más inteligente para quienes aspiran hoy a una vida libre de los efluvios tóxicos del nacionalismo es marcharse de Cataluña y dejar que el darwinismo haga su trabajo en la región.

Entiendo finalmente la épica de la resistencia, de la revolución y de la insurrección contra la tiranía. Ese mito en el fondo tan socialdemócrata. Tan sistémico. Tan necesario para que algo cambie y todo siga igual. 

Pero la única fuerza realmente transformadora en democracia es la decadencia. No la destrucción y el conflicto civil, que es la fantasía de la extrema derecha. Sino la lenta y agónica decadencia de esas sociedades que han decidido encapsularse en una burbuja de nostalgia y victimismo, de idealismo y redentorismo, de mitos y resentimientos. 

Decían las autoridades coloniales británicas de la India de 1940 que mantener a Gandhi en la pobreza, como él mismo deseaba, les costaba extraordinariamente caro. Así que me conformo con que la preservación de esa burbuja de esencialismo feudal y racismo etnicista que es hoy Cataluña no me salga demasiado cara.

Me conformo, en fin, con que la pobreza financiera y espiritual se la paguen ellos.