Hoy voy a hablar del aborto porque, si quisiera polémica o enfadar a alguien, volvería a hablar de columnistas. Pero me merezco una semana tranquilita. Es este un tema en el que tengo más dudas que certezas. Y con esta frase acabo de dinamitar la figura del periodista de opinión como alguien con una idea formada e inamovible de absolutamente todo en esta vida: de Chanel a la invasión de Ucrania, de los alimentos transgénicos a la gestación subrogada, de la tortilla de patata a la última ocurrencia de Sánchez. Hay que ver cómo empiezo.

Irene Montero, en una imagen compartida en sus redes sociales durante su viaje a Las Palmas de Gran Canaria.

Irene Montero, en una imagen compartida en sus redes sociales durante su viaje a Las Palmas de Gran Canaria.

Precisamente porque me gustaría formármela (la opinión, digo), porque me interesan los argumentos y las reflexiones de los que sí la tienen, echo de menos un debate calmado y sosegado al respecto. Un poco más de espíritu crítico, de ganitas de entendimiento y vocación de consenso. Menos instrumentalización ideológica y más información rigurosa.

Pero la mayoría de las veces que lo he intentado me he encontrado en ambos extremos con un muro y un mismo mantra: hay cosas de las que no se debate. A mí, esa idea compartida por dos posturas irreconciliables me hace pensar que se parecen mucho más de lo que creen: son igual de intolerantes.

¿Hay cosas sobre las que no se debate? Pues yo creo que no. Yo creo que deberíamos poder poner sobre la mesa de la conversación pública todo asunto, especialmente los que suscitan polémica. Discutir sobre si el homicidio debería ser legal no tiene demasiada utilidad. El que más y el que menos convendrá conmigo que matar a alguien está feo. Ciertos acuerdos de mínimos en cuanto a una idea más o menos generalizada del bien y el mal sí existen, no nos pongamos estupendos. Pero ¿qué ocurre con los asuntos espinosos y controvertidos? ¿Con aquellos en los que hay un disenso manifiesto?

Aceptemos pues que hay una discrepancia entre ciudadanos y aceptemos también, háganme ese favor al menos lo que dure la columna, que el que piensa diferente a nosotros no lo hace exclusivamente por estupidez, desconocimiento o maldad.

Consintamos que, como nosotros, tras un proceso de reflexión, ha llegado, sin embargo, a unas conclusiones diferentes. Aceptemos ahora también que podríamos estar equivocados, en todo o en parte. Por algo tan simple como que no somos infalibles ninguno de nosotros. Y pensar que en este tema estamos en posesión de la verdad absoluta es dotarnos de esa infalibilidad, lo que implicaría irremediablemente que el resto de mortales también pueden serlo, en este tema o en otro.

Así que, aunque solo sea por no meternos gol en propia meta, debemos asumir que podemos errar. ¿No se sienten como más ligeros? Vale, pues ahora que están momentáneamente tolerantes, les diré lo que yo creo, que para eso es mi columna y es de opinión: de la mía.

Creo que el aborto no es un derecho. Pero tampoco creo que la mujer que decida interrumpir su embarazo, por las razones que sean, deba ser penalizada por ello. Y nadie, ni siquiera el padre biológico, puede obligar a la mujer ni a abortar ni a llevar a término su embarazo en contra de su voluntad.

Antes de que se me solivianten (unos, otros o todos), les diré dónde pondría yo el límite para permitirlo: en el momento en que el feto tiene capacidad para sentir dolor. Ya sé que aquí hay desacuerdo incluso entre la propia comunidad científica, pero oigan, búsquenme ahí un acuerdito con sus cosas de médicos. Yo espero.

No creo que el aborto sea un trago de buen gusto, una opción inocua o un método anticonceptivo más. Es, en todo caso, la posibilidad de decidir cómo encarar un avatar imprevisto. Porque precisamente la libertad reproductiva de la mujer es la que nos permite decidir ser madres o no serlo y evitar un embarazo no deseado con los medios a nuestro alcance, pudiendo llevar una vida sexual plena. O que sí ocurra si así lo decidimos.

Y el aborto debería ser la última opción para cuando, por las circunstancias que sean, nos veamos en ese brete, podamos todavía decidir libremente no ser madres. Y lograrlo, además, de manera segura y con todas las garantías sanitarias.

Donde habría que poner el acento y los esfuerzos, en cuanto a libertad sexual y reproductiva, es en que los abortos sean raros e infrecuentes. Porque eso sí sería un gran logro: significaría que realmente todas las mujeres tienen acceso a la información, a los medios y a la ayuda necesaria para decidir tener hijos o no tenerlos con total libertad. Normalizar el aborto y casi idealizarlo, desplazar el foco y convertirlo en un método anticonceptivo más, no creo que sea ningún avance feminista. Aunque nos lo vistan de morado y nos lo vendan ahora como conquista. Una, otra más, de las que ya teníamos y nos disfrazan de nuevas.

Decía el otro día Errejón que si fuesen los hombres los que tuviesen la regla ya se habría arreglado antes lo de las bajas por dolor menstrual. Yo creo que si los hombres pudiesen abortar, Irene Montero ya lo habría llamado "Violencia Vicaria".