Extraño ambiente en la colina del Capitolio. Salas cerradas. Máxima seguridad en las entradas. El gentío de cada día, pero filtrado. Normal, me dice Steve Israel, sosias de Joe Biden que fue, durante diecisiete años, representante del estado de Nueva York y que ahora dirige el altamente académico Instituto de Política y Asuntos Globales de la Universidad de Cornell.

Tropas prorrusas cerca de Novoazovsk, en la región de Donetsk.

Tropas prorrusas cerca de Novoazovsk, en la región de Donetsk. Reuters

Estados Unidos, me dice, todavía se está recuperando del ataque del 6 de enero de 2021. Es su propio 6 de febrero de 1934. Un 11 de septiembre contra sus propias instituciones. Y, desde entonces, la democracia vive bajo una gran tensión.

El nombre del presidente Volodímir Zelenski está en boca de todos los congresistas, senadores y asesores. Pero ¿hasta el punto de eclipsar a los demás aliados de Estados Unidos? ¿De que pueda establecerse una rivalidad entre estos y los ucranianos?

Ese es el riesgo, apunta el representante demócrata de Florida, Ted Deutch. Sería angustioso, pero ese es el riesgo que hay que correr. En octubre, asumió la presidencia del Comité Judío Americano. Es decir, la organización por excelencia en la que, desde hace un siglo, se lucha contra esa lepra del espíritu que constituye la competencia entre las víctimas y las diferentes memorias. Imagino que tiene relación con lo que está sucediendo.

Con el senador de Maryland, Chris Van Hollen, en la cantina del Senado, donde, como sucede en Francia, se negocian los consensos bipartidistas, hablamos de nuestros queridos kurdos. Del torniquete que ahoga a la Rojava. De la lluvia de misiles Katiusha que cayó hace tres semanas, y de nuevo este pasado domingo 1 de mayo, sobre Erbil. Y de la certeza que tenemos en Justice For Kurds, la organización que dirijo con Tom Kaplan desde hace cuatro años: para ellos, para los kurdos, también hay que "cerrar el cielo".

Anne Applebaum es una de las figuras intelectuales con las que me siento en más sintonía. Compartimos la siguiente idea. En 1943, ningún demócrata íntegro habría pensado en "negociar" con Adolf Hitler, en encontrarle "una salida", en pretender "que se fuera de rositas". Pues con Vladímir Putin, salvando mucho las distancias, pasa exactamente lo mismo. Europa, Estados Unidos y las democracias deberían volver a tener un único objetivo: que el Ejército ruso capitule.

¿Resulta exagerada la comparación? A Garri Kaspárov, el maestro de ajedrez que, junto con Alekséi Navalni y Mijaíl Jodorkovski, se ha convertido en el cerebro de la oposición democrática rusa, no se lo parece. La victoria de Ucrania, me explica en la abarrotada cafetería de Columbus Circle donde ha quedado conmigo, no será la derrota de Rusia, sino el comienzo de su liberación. Las mismas palabras del presidente alemán Richard Von Weizsäcker en su discurso de 1985 ante el Bundestag para celebrar el 40 aniversario de la caída del nazismo.

De nuevo en el Congreso, debate con los miembros de la Comisión Helsinki, que querían escuchar mi opinión sobre la pertinencia, o no, de emplear en este caso la palabra "genocidio" para describir lo que vi, al norte de Kiev, en Bucha y Borodianka. Los más jóvenes mandarían al cuerno mis escrúpulos semánticos y de memoria. Alegan que, dejando que pase el tiempo sopesando, racionalizando, analizando, ¿no se dejará que pase lo peor? Tal vez. No lo sé.

Janine di Giovanni lo sabe. Es una estrella de los reportajes de guerra. Desde Bosnia hasta Siria, ha cubierto los conflictos más atroces. A petición de una agencia gubernamental y en colaboración con Philippe Sands (autor del libro Regreso a Lemberg, que relata el nacimiento, en Ucrania, de esos dos conceptos gemelos, pero distintos, de crimen contra la humanidad y genocidio) pasó un año sobre el terreno, investigando, escuchando, validando testimonios. En definitiva, documentando los crímenes y valorándolos. ¿Quién tiene razón aquí?

Frente a Hakeem Jeffries, representante demócrata del estado de Nueva York, insisto. Biden, con su política ucraniana, ya no es el sucesor de Barack Obama. Es el heredero de Franklin D. Roosevelt. De Harry Truman. O incluso de Ronald Reagan, quien hace treinta años puso en jaque por primera vez a la dictadura rusa.

Este joven político, que se rumorea que sucederá a Nancy Pelosi el año que viene, sería la primera persona negra en ocupar dicho cargo. Pertenece al ala moderada del partido. Es de los que no ceden ante la dictadura de las minorías y de los wokes. Parece que cuento con su aprobación.

Tablet es la revista en la que uno puede apasionarse al mismo tiempo por los derechos humanos y los Acuerdos de Abraham, por la música rap y Wolfgang Amadeus Mozart, por Henry David Thoreau y el Talmud, por el viraje de Rusia hacia China y por la influencia de la Cábala en el pensamiento de Immanuel Kant, alias el chino de Königsberg. Esa revista es mi refugio en Nueva York.

Charles Cohen es el productor francófilo de Hollywood que distribuye mi película, rebautizada aquí como The Will To See (La voluntad de ver), a nivel nacional por Estados Unidos. Es todo un honor para un documentalista europeo. Otra oportunidad de que escuchen a los amigos kurdos, a los cristianos nigerianos, a los bangladesíes, a los libios, a los somalíes, a los afganos y, por supuesto, a los ucranianos que he embarcado en esta aventura. Si Dios quiere.

¿Conoces a Mozart? No a Richard Wagner, sino a Mozart. Todo lo contrario a los Comandos Wagner en los que Putin delega sus menesteres más terribles. Y un movimiento de veteranos similar al que, en agosto, cuando cayó Kabul, dirigió las operaciones de evacuación secretas conocidas como Ananas Express, salvo que esta vez se dan en Mariúpol.

Lo mejor de Estados Unidos. Aunque es un poco pronto para hablar de ello. Volveré sobre este tema.