Dicen que crisis en chino significa oportunidad y a fe de Pedro Sánchez que tienen razón. El presidente hace buena la maquiavélica sospecha de que el afortunado pasa siempre por virtuoso (o quizás era al revés, no me acuerdo) y que si esperas o resistes o aguantas el tiempo suficiente, un nuevo problema viene siempre a salvarte del anterior. Un train peut en cacher un autre, dicen los macrones.

Pedro Sánchez baila junto a Miquel Iceta en un acto de campaña para las elecciones catalanas de 2015.

Pedro Sánchez baila junto a Miquel Iceta en un acto de campaña para las elecciones catalanas de 2015. Efe

De ahí el alivio y el desparpajo con el que Sánchez corrió a decir, sin que nadie le preguntase, que todo lo malo que le pasaba, le pasase y a fe de dios que le pasará a nuestra economía es culpa de Vladímir Putin, y a darnos las gracias a nosotros, héroes de la resistencia contra el fascismo ruso y sus quintacolumnistas locales, por los sacrificios que vamos a hacer.

Sánchez tiene instinto y va cogiendo experiencia y ha aprendido bien cuánto nos ha gustado a los españoles sacrificarnos por el bien común durante la pandemia. Hemos aceptado las mayores restricciones sin preguntar por los peores resultados, y lo hemos hecho orgullosos como borregos.

Nuestros gobernantes han aprendido que no sólo estamos dispuestos a soportar y tolerar con resignación la arbitrariedad y el sacrificio en nuestras libertades, sino que nos encanta esto de hacer ver que vivimos tiempos interesantes y que participamos de grandes gestas colectivas y momentos históricos.

Es este nuevo gusto por el sacrificio, o al menos por su retórica, que tan bien encaja con lo woke y el ecologismo y demás, lo que parece que Putin no entendió de la nueva normalidad europea postpandemia.

Que nos vemos como aquel Timothée Chalamet que, en un inmenso apartamento de Manhattan, y mientras Selena Gómez se va desvistiendo y enamorando de él, ve un piano y no se le ocurre más que entonar el triste lamento del everything happens to me.

Pero no lo somos. Nosotros no somos niños pijos de película, sino unos pobres autónomos a los que nos suben la cuota, la electricidad, el Netflix y la pizza precocinada todo a la vez, y no tenemos ni a un triste sindicalista de nuestro lado porque el Gobierno los tiene todos a sueldo y distraídos en la defensa de funcionarios y demás boomers con trabajo fijo y sueldo de los de antes.

Nosotros somo' y vamo' a ser su bizcochito. Y no hay mucho que podamos hacer.

Nosotros no podemos parar, ni colapsar el país, ni vaciar las estanterías, ni nada. Nosotros no podemos confiar en nuestra fuerza, ni siquiera electoral, y dependemos de ese tipo de Gobierno del que a la izquierda le encanta presumir y que mira por el bien común y no por los intereses particulares. Que considera su deber el reconducir las demandas egoístas de los ciudadanos (que hay que ver cómo somos) hacia una política que beneficie, qué sé yo, a la mayoría.

Pero lo que vemos es que la primera reacción del Gobierno Sánchez ha sido la de negarse a bajarnos los impuestos a todos, con la que se nos viene encima, mientras se muestra dispuesto y encantado de negociar privilegios con los pocos representantes del transporte a los que él considera legítimos.

Algo de razón tenía José Luis Rodríguez Zapatero cuando decía que bajar impuestos era de izquierdas. Porque sí es al menos más de izquierdas que otras cosas como, por ejemplo, ceder al chantaje y conceder privilegios a quien tenga la fuerza, el chiringuito o la fuerza del chiringuito.

Aquí, en cambio, la política va reduciéndose a marchas forzadas a la vieja y ancestral cuestión de clase de saber si tu ere' el que pimpea o si te pimpean a ti. Porque es el Gobierno el que decide quiénes son sus legítimos interlocutores y con quiénes vale la pena keep it cute y el reparto de ayudas y fondos europeos y demás, y a quiénes habrá que considerar extrema derecha, derecha extrema, populismo, nacionalismo, trumpismo, putinismo o lo que se tercie según la coyuntura nacional, internacional y electoral.

Visto lo visto, hay que temer que con nosotros pase lo que con Putin, donde en la lucha contra el mal, los ucranianos ponen los muertos y el Gobierno las medallas. Por la pandemia elogiaron nuestro sacrificio y nos encantó, y aquí seguimos con la mascarilla puesta.

Y nos vuelven a elogiar con la guerra y, mientras, se vacían las estanterías del supermercado y yo creo que debería empezar a gustarnos un poco menos. Porque tras tanto condecorarnos, lo único que les queda es sacrificarnos como a héroes.