El Congreso de los Diputados es desde hace tiempo una sitcom que no hace ni puñetera gracia. La serie es pésima, los enredos predecibles y los actores no han oído hablar nunca de la vocación ni mucho menos del método. Lo que le ocurre a todas las series malas es que un día les sale un capítulo glorioso y se convierten en obras de culto para los restos.

Los diputados de UPN Carlos García Adanero y Sergio Sayas.

Los diputados de UPN Carlos García Adanero y Sergio Sayas. EP

Ese día, para bien o para mal, fue la tarde de ayer jueves, cuando se votaba la reforma de la reforma laboral. Esa reforma que no reformaba nada, pero de la que pendía una legislatura, la credibilidad de Pedro Sánchez y la autoestima de Yolanda Díaz.

Le habían recortado tanto su propuesta estos meses que si encima se la tumban en el Congreso, Yolanda Díaz no saldría hoy de la cama. Mucho consenso entre sindicatos, patronal y Ana Patricia, y poco acuerdo entre Moncloa y sus socios. El comunismo es todo consenso de cara a la galería y un naufragio por detrás. 

En el capítulo de ayer, Donde se vota la reforma de la reforma laboral, el Gobierno iba convencido de que le cuadrarían las cuentas gracias a Ciudadanos, UPN y compañía. Después se les cayeron los diputados de la UPN porque les entró un ataque de conciencia. Menos mal que todavía quedan quijotescos servidores navarros con principios y no sólo tipos vestidos de gris que siguen a rajatabla la férrea disciplina de voto del partido. Con lo que no contaba el Ejecutivo es que fuese a bajar a verles Dios con un voto del PP.

Un voto. Por sólo un voto en propia puerta se aprobó al final el decreto ley.

El enredo viene cuando jura Alberto Casero, diputado del PP autor del tamayazo involuntario, que el sistema informático se le rebeló. Que él votó en contra, pero el sistema lo contabilizó a favor.

Y yo, por no ponerme conspiranoico, prefiero pensar que ha empezado la rebelión de las máquinas y que Pedro Sánchez (que camina como el doble de acción de Arnold Schwarzenegger) está aquí para salvarnos a todos. A Yolanda y Nadia Calviño de los nervios y al común de los mortales (pobres votantes de a pie), de pensar que el Gobierno tuvo nada que ver. 

Estar enfermo no es un pecado, ser torpe tampoco. Está especificado que, aparte de votar telemáticamente, se tendrá que confirmar telefónicamente que se ha realizado ese voto y la orientación del mismo por si hubiese habido error. Precisamente para evitar sospechas como la de ayer.

Lo que pinta mal es una posible prevaricación si es cierto que nadie de la presidencia del Congreso llamó para comprobar la orientación del mismo. O, peor aún, que cuando el diputado llegó al Congreso antes de la votación presencial para avisar del error y poder cambiarlo, Meritxell Batet, presidenta del Congreso (niña que mira a Pedro Sánchez como sólo se mira a aquel amor del colegio), le dio largas en vez de hacerle caso. Ni consultar con la Mesa siquiera. 

Suerte que vivimos en el siglo XXI, donde todo queda registrado. ¡Bendita tecnología que nos ahorra que los políticos se entreguen enfervorizados a las teorías de la conspiración! Si no es como lo cuenta el diputado del PP, que Pablo Casado lo mande a Chafarinas.

Si, por el contrario, cuadran los hechos y los tiempos y la presidenta no cumplió con sus funciones, no quedará más remedio que repetir la votación que aprobaba la reforma (que no reformaba nada). Le pese a la autoestima de Yolanda o a la credibilidad de Pedro Sánchez.

De cualquier otra forma, siempre quedaría la sospecha de si el Gobierno se pasa la separación de poderes (Meritxell, Dolores Delgado y compañía) por el mismo lugar opaco por el que se pasa la transparencia en general.