La muerte de la cantante checa Hana Horka a los 57 años, como consecuencia directa de la ocurrencia de exponerse adrede al contagio de la Covid y lograr su objetivo de enfermar (según su propia declaración, para inmunizarse), nos invita de forma diáfana y perentoria a un análisis que quizá hasta aquí no se haya hecho con la suficiente determinación. Antes de entrar en harina, hay que añadir que presupuesto del luctuoso desenlace fue la negativa de la difunta a vacunarse, invocando para ello la panoplia de argumentos, desde el reparo más o menos razonado hasta la pura sandez, que gurús de todos los pelajes han venido oponiendo al empleo de nuestra única arma contra el virus.

A estas alturas de la pandemia, es más que evidente que el patógeno al que nos enfrentamos es potencialmente mortal, y no sólo para ancianitos arrugados como pasas. Quien suscribe ha visto desfilar a algún amigo en la flor de la edad y plenitud de salud y forma física. También está más que comprobado que la vacuna que se pudo poner a punto a toda castaña, aun incapaz de bloquear la infección por todas las variantes que le estamos dejando (y le dejaremos) desarrollar al virus, tiene una muy alta eficacia para evitar las complicaciones fatales, incluso en personas vulnerables. Brotes en residencias que hace dos años equivalían a una mortandad ahora cursan casi sin síntomas.

Si a eso se le añade que en los países desarrollados (desde luego en la República Checa, y también aquí) la vacuna se ha ofrecido en condiciones inmejorables (gratis, con flexibilidad para la cita, incluso con recordatorios a los despistados), queda acreditado que quien no se ha beneficiado de su protección, y se ha expuesto al peligro, casi ha tenido que empeñarse en ello.

En el lado de los riesgos de la propia vacuna, sin ser cero ni haber podido ser evaluados aún a largo plazo, también está claro que jamás fármaco alguno fue tan masivamente testado, sin que hasta la fecha hayan emergido efectos secundarios adversos que pesen, en la balanza de la decisión, lo que para una persona provista de su sano juicio debe pesar la eventualidad de pérdida de la propia vida o la del prójimo. Porque no sólo tiene sentido, desde la ética y la lógica, que uno se vacune para tratar de evitar su propia infección o su muerte; sino también para reducir, por poco que sea, la posibilidad de ser el vector que lleve a infectarse y morir a otra persona, ya sea conviviente o desconocida.

Así las cosas, se apunta la conclusión de que quienes han podido inmunizarse y han preferido no hacerlo han jugado a la ruleta rusa consigo mismos (e indirectamente con el resto), lo que de entrada, aunque pueda ampararlo el principio de libertad individual, no parece que esté inspirado por la inteligencia. Las UCI llenas de no vacunados, y sin apenas más vacunados que los que presentan alguna vulnerabilidad concurrente, respaldan esta conclusión. Como da que pensar, sobre la convicción y el fundamento racional de la decisión de rechazar la vacuna, que muchos de los que sin ella ingresan lo oculten avergonzados.

Llegados aquí, es más que lícito dudar si se ha reaccionado adecuadamente, tanto con los predicadores antivacunas como con quienes se dejan llevar por ellos. Nadie discute la libertad de los fumadores para entregarse a su hábito, pero si alguien dijera que fuma porque es mejor para su salud juzgaríamos que es un necio, las leyes prohíben la publicidad del tabaco y a quienes durante décadas lo presentaron como inocuo se les exigieron en su día responsabilidades a través de demandas millonarias.

Las patrañas esgrimidas contra la vacuna, se puede decir ya, han causado muertes entre quienes les dieron crédito. Cabe preguntarse si no habríamos debido ser más enérgicos a la hora de desterrarlas de la conversación entre seres civilizados.