Que las cartas abiertas las carga el diablo es algo de lo que vengo avisando hace tiempo, pero ha tenido que ser Marina Castaño, con la prosa de un crío en terapia por serios problemas cognitivos y en el seno de una conflictiva familia desestructurada, la que consiga que se me haga caso. Qué bochorno. Nunca me he alegrado tanto de que un gran literato ande criando malvas dos décadas ya, por puritita conmiseración, por ahorrarle el mal trago nomás, que estos días. Si nadie merece una carta abierta, lo vengo diciendo un tiempito, menos aún una como esta. Mucho menos, encima, que la remitente sea la parienta.

Pobre don Camilo. Espero que donde sea que se encuentre uno veinte años después de doblar la servilleta haya alguien filtrando la correspondencia. No amocho yo hasta que me lo confirmen. A mí, que nunca me cayó especialmente bien el hombre (también es verdad que yo no soy muy groupie y que me cuesta idolatrar al autor detrás de la obra, por mucho que admire esta) desde hace unos días le tengo en estima. Por compasión (es que soy muy sentida). Eso pese a que la carta abierta de la Castaño no es que hable (bien) de él, más bien habla (mal) de ella. Y es que toda carta abierta, aparte de hablar del remitente y no del destinatario, al interlineado de cualquiera de ellas me remito, es una enmienda a la totalidad del concepto mismo de misiva. La epístola sincera es siempre íntima y privada. “Carta abierta”, como concepto, es un oxímoron. 

Reconozco, porque yo no he venido aquí a mentir ni a parecer buena persona, que he disfrutado leyéndola como puerco en lodazal. No exagero si digo que hasta seis veces la he leído con devoción y entrega, que la tengo impresa. La vergüenza ajena me provoca cierto goce, lo reconozco. Qué inaudito placer culpable ver a alguien sacudiendo el felpudo arrabalero de las íntimas miserias convencida de que lo que está haciendo es tender elegantemente las sábanas de seda en el prado del savoir faire. Como ver a una obesa mórbida en un cásting para Victoria’s Secret. Qué desnorte tan sensacional. 

¿Cuál puede ser el motivo de publicar ahora esa carta? Me lo pregunto sinceramente. Espero que haya sido por dinero, por una cantidad con ofensivo número de ceros a la derecha. Un dineral que, intuyo, es inversamente proporcional a la calidad literaria del despropósito. No ha sido el fin último, de eso estoy segura, acabar con el mito de que las rubias son tontas. Y si lo era, el fracaso en la empresa ha resultado estrepitoso, pobres rubias. Me decanto por lo tanto, voy con todo a esto, por el ajuste de cuentas. Uno tan sutil como un puñetazo en la nariz, elegante como un vómito en un portal, discreto como una boda gitana, estiloso como un Cristo con pistolas. 

Dios, qué innecesario atropello al buen gusto este bailar sobre una tumba veinte años después y sin que nadie te dé palmas.