Asiste uno con cierto estupor a la entusiasta reacción que ha suscitado No mires arriba (en el original, Don’t Look Up), el largometraje de Adam McKay que actualmente se puede ver en el catálogo de Netflix. A este espectador, que tuvo que esforzarse para mantener la atención durante toda la película, le dio la sensación de asistir a un simposio de superestrellas pasadas de rosca, desde los protagonistas, Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence, hasta los secundarios de lujo Meryl Streep, en el papel de una presidenta tarada y lunática, y Mark Rylance, entregado a una evanescente parodia del visionario magnate Elon Musk.

Cuenta el filme con una producción de lujo, sin duda, pero también con giros de guion de clamorosa inconsistencia, como el de la súbita renuncia a destruir el meteorito que va a acabar con toda la vida en la tierra porque el megamillonario encarnado por Mark Rylance propone un plan experimental para fragmentarlo y explotar las riquezas minerales que contiene. Si se repara en que de esta decisión estrafalaria depende a partir de ahí el curso del relato, incluido su desenlace, se puede apreciar hasta qué punto se exime el autor de la historia de una mínima autoexigencia.

Tampoco es menor el problema que presenta el artefacto en cuanto a su tono, que oscila del drama a la comedia bufa, sin esquivar el melodrama, para acabar con una solemnidad trágica y de ribetes metafísicos que se quiebra en una última pirueta con un tosco brochazo a lo Monty Python en sus horas bajas. El resultado, con tantas idas y venidas, es que el espectador acaba por no saber a qué carta quedarse. Y algunos preferimos no quedarnos a ninguna, persuadidos de haber sido invitados a presenciar una exhibición tan pretenciosa como innecesaria.

Pero lo que más sorprende del fenómeno es que no haya surgido la comparación con otra película, que no hay que ir a buscar muy lejos (está también en el catálogo de Netflix y es de abril de este 2021), y que en líneas generales cuenta la misma historia y se acerca a los mismos conflictos (la distracción, el aturdimiento y la inconsciencia de la humanidad digitalizada) pero de forma mucho más inteligente y elegante, y sin caer en los vicios y defectos en los que se regodea el filme de McKay.

La película en cuestión, Los Mitchell contra las máquinas, es un filme de animación dirigido en principio al público infantil y familiar, pero lo que la hace brillar e ir mucho más allá, además de una original mezcla de 2D y 3D, es uno de esos guiones bien concebidos y trabados que devuelve al espectador el goce que creía perdido desde Toy Story o Shrek, tal vez las dos cimas del cine animado estadounidense de las últimas décadas. En Los Mitchell contra las máquinas hay una escritura solvente y a la vez ambiciosa, que borda los giros narrativos con una destreza que va más allá de los trucos de manual de guionista porque no pierde de vista en ningún momento el sentido y la coherencia de lo que está contando. Como escribió el gran Lewis Carroll: "Take care of the sense and the sounds will take care of themselves".

Todo es fantasía, por supuesto, empezando por la rebelión de los robots contra su creador y contra la humanidad, a la que bajo la dirección de un asistente virtual resentido confinan en celdas con wifi para expulsarla al espacio. Y sin embargo, todo fluye y resulta creíble, entre otras razones porque la narración nunca pierde el tono: el de una comedia compasiva y humana sobre las flaquezas y torpezas de las que todos somos partícipes, con especial atención a ese campo de batalla llamado familia, donde todos tratamos de dar lo mejor de nosotros mismos y más veces de las que querríamos acabamos fastidiando a alguien.

No es esta la única ventaja que presenta respecto al alarde pirotécnico de McKay. Su crítica resulta también mucho más certera y sutil. En lugar del meteorito, un desastre que cae del cielo, en Los Mitchell contra las máquinas el apocalipsis tiene un origen humano, lo que resulta mucho más plausible e interpela al espectador de una forma más incómoda. Y para esquivar el lugar común facilón en el que cae una y otra vez No mires arriba, quedándose en una sátira superficial e inocua de la tecnología y el cibercapitalismo alucinado, recurre a un personaje excelso, el que acaso sea el mejor supervillano de los últimos tiempos: el asistente virtual Pal, que no es más que una voz femenina y una carita que gesticula desde la pantalla de un smartphone.

En lugar de la acumulación de estrellas de la película de McKay, Mike Rianda y Jeff Rowe, los creadores de Los Mitchell contra las máquinas, se limitan a dibujar un teléfono, al que, eso sí, le ponen la voz de Olivia Colman, la estupenda actriz que se sale en el papel como en el de la reina Isabel II en The Crown. El diálogo con su creador, en el que responsabiliza a los humanos de todos los estragos que se autoinfligen gracias a la tecnología, y también sin servirse de ella, es sencillamente antológico.

Pero quizá lo mejor de la película está escondido en el truco al que acaba recurriendo Katie, la joven aspirante a cineasta que protagoniza la historia, para vencer a la inteligencia artificial y salvar así a la humanidad. Con toda la potencia y sofisticación del algoritmo que los dirige, resulta que los robots rebeldes son incapaces de distinguir entre un cerdo, una hamburguesa y Monchi, su feísimo perro. Hay esperanza al final del cuento, y de las buenas, porque no proviene del bobo voluntarismo ni de la idealización de la realidad: al revés, lo que nos salva, incluso frente a los resultados catastróficos de nuestros desatinos, es que, a diferencia de las máquinas, somos torpes e imperfectos y eso nos hace capaces, venturosamente, de convivir con todas las imperfecciones e imprecisiones de las que está hecha la vida.