Los ilustrados, primero, y los revolucionarios franceses, después, entronizaron el culto a la Razón, a la diosa Razón, desdeñando el componente idealista de las religiones. En paralelo, y conforme los descubrimientos científicos progresaban a partir del siglo XVII, la Ciencia, a tenor de sus hallazgos y resultados, fue adquiriendo un prestigio indudable y ocupó un lugar de privilegio en la confianza de la gente.

Frente a las explicaciones y a los planteamientos mágicos, se decía, se fue cambiando, en el pensamiento occidental laico, la fe por lo fiable, esto es, por lo que resistía los razonamientos argumentados y por lo que se atenía a hechos experimentados y comprobados.

Pese a los impactos irracionalistas de un movimiento artístico como el surrealismo, la Ciencia se impuso a lo largo del siglo XX, al hilo de sus formidables avances, como una fuente segura de verdad y progreso, y las más diversas corrientes religiosas y espiritualistas se resintieron, llegaron a hablar de una deificación del conocimiento científico (y de un culto a lo científico) y esgrimieron que la realidad de la condición humana y del mundo no podía reducirse a lo testado por los procedimientos científicos, que fueron notablemente acompañados por los logros tecnológicos.

¿Puede detectarse en los sorprendentes e, incluso, agresivos movimientos negacionistas de la utilidad e idoneidad de las vacunas un retroceso de la confianza en la Ciencia? Seguramente, sí. Pero tal retroceso es doblemente preocupante en el contexto en el que se produce.

Ese contexto podría ser el siguiente: el auge del sectarismo y del fanatismo religioso en amplios sectores del cristianismo y del islamismo; el rebrote del irracionalismo, del sentimentalismo y de los mitos en las efervescentes posiciones populistas y nacionalistas y, todo ello, dentro de un perceptible y creciente desprecio hacia el valor del conocimiento y del aprendizaje y de una correlativa reivindicación de la subjetividad y de la opinión.

En este último aspecto, es probable que se esté confundiendo la necesaria democratización del voto y de los derechos y libertades individuales con un desdén hacia las instancias de autoridad del conocimiento y de las leyes (hasta hace nada compartidas por todos en las sociedades libres al ser fruto de las aportaciones y los consensos de todos). Lo cual, curiosa o no tan curiosamente, no desemboca en la atomización de las posturas individuales, sino en el agrupamiento de éstas en colectivos compactos muy proactivos y belicosos que, además, reivindican precisamente derechos y libertades que dañan los derechos y libertades de los demás.

Pero, volviendo a la Ciencia, podría ser, en efecto, que se estuviera quebrando su posición en el siglo pasado como instancia de razón y de objetividad. Siendo esto inquietante, también es cierto que no puede orillarse el análisis de los intereses, abusos, errores y disfunciones que los conglomerados empresariales científicos y tecnológicos -de las farmacéuticas a las compañías del mundo digital (y virtual, y electrónico), por ejemplo- están protagonizando.