Era media tarde y estaba con un amigo en la Plaza del Perú. Nos quedamos embobados mirando al cielo. Decenas de gaviotas sobrevolaban en círculos uno de los edificios de la glorieta. Mi amigo estaba convencido: eran gaviotas. Yo tenía mis dudas. Algo incrédulo, le preguntaba: “¿Estás seguro?”. Me dijo que sí.

Lo mismo le pregunté a la primera persona que me contó el lío de Pablo Casado contra Isabel Díaz Ayuso: “No puede ser. ¿Estás seguro?”. Me respondió que sí y, efectivamente, está ocurriendo. El Partido Popular por fin se parece a España. Lo ha conseguido a través de la definición archiatribuida (seguro que falsa como todas esas citas virales) a Otto van Bismarck: “España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos tratando de destruirse a sí mismo y todavía no lo ha conseguido”.

En la política patria, los ciclos de vida se han asimilado a los de los videojuegos. Lo que antes era una legislatura, ahora es un año. Lo que que antes era un año, ahora son meses. Los partidos nacen y mueren a borbotones. Los líderes sacan la cabeza y la entierran con inusitada rapidez. De ahí lo incomprensible de la osadía bismarckiana de nuestros protagonistas.

Con la rocambolesca batalla por el PP de Madrid, Casado y Ayuso, ¡tan amigos!, llevan meses intentando destruir su partido con una disputa tan cutre que parece inverosímil. Lo de los bloqueos de WhatsApp es la punta del iceberg de una película adolescente. ¿Qué es lo próximo? ¿Una quedada para pegarse a la salida de un bar?

Siempre ha habido guerras en el PP. ¡Benditas guerras! Pero solían llevar aparejadas una causa más o menos política. O por lo menos sus generales intentaban camuflarlo así. Hoy, Casado y Ayuso exhiben ante los ciudadanos una disputa que tiene como único objetivo lo más oscuro: el poder orgánico.

No se está discutiendo la actitud frente a Vox, el camino que separa el conservadurismo del liberalismo o la posición frente a las últimas leyes del Gobierno. ¡Qué va! Han decidido aparecer en los periódicos como dos desalmados obsesionados con controlar una porción del partido.

Me transmitían su pesadumbre el otro día varios colaboradores de una y otra parte. La crítica en los medios de izquierdas (ahí no tienen apenas votantes) la daban por hecha, pero desayunan su ridículo en los periódicos donde se decide su futuro. Y eso resulta indigesto.

Fuera de los despachos de Casado y Ayuso, nadie es capaz de colocar en un papel dos o tres puntos a favor de esta batalla. “¡Cómo se lo están pasando en la Moncloa! Ahora que les venía lo duro, el lío con la reforma laboral, la crisis de la coalición… ¡Todo! Y nosotros regalando portadas”. Este es más o menos el único punto de unión que puede palparse entre los soldados que Pablo e Isabel, Isabel y Pablo, mandan a la guerra. Muchísimos de ellos contra su voluntad. Eso también fue muy español en 1936.

Hay una derivada trágica en todo esto. Y que bebe del frasco de las esencias de Podemos. Igual que sucedió entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, lo que ahora pasa en el PP también enraíza con la juventud de los protagonistas. Se conocen desde hace un montón de años, salían de fiesta juntos, ligaban en los mismos sitios… Siempre acabamos llegando a William Shakespeare: el amor, el odio, la traición, los celos.

“Pablo e Isabel son amigos. Lo solucionará”, me decía un hombre que trataba de hacer de primus inter pares. Pero “Pablo e Isabel” ya no son tan amigos, apenas hablan y no han sido capaces de reunirse en un despacho, hacerse un selfi y decir lo de Neymar con Piqué: “Se queda”.

¡Cómo de fangosa debe de ser la trifulca para que dos amigos no sean capaces de habilitar la tregua! Se han envenenado tanto. Pablo e Isabel, Isabel y Pablo, han sido taladrados por distintos cargos de su confianza durante muchísimo tiempo. A Pablo le han pintado una Isabel ambiciosa, guerrera y usurpadora. A Isabel le han dibujado un Pablo desalmado, traicionero y celoso. A la vista de los acontecimientos puede decirse que esos retratos ya están colgados en Génova y en la Puerta del Sol.

En la Plaza del Perú, según mi amigo, sobrevolaban gaviotas. A Génova, si nada cambia, llegarán los buitres. Porque no se trata del invierno. El color blanquecino de los dirigentes del PP es el que uno viste cuando se acerca al cementerio.