Era de noche. Apagaron las luces, sonó la música… y resucitamos. Eléctricos, conectados por el hilo invisible del recuerdo. Bastaron un par de canciones para saber que todos descubrimos el amor de la misma manera. El amor y lo que tiene que ver con la piel: el beso, el sexo, el abrazo, el adiós, la ruptura, la pérdida, la juerga, ¡el primer cubata!

Me di cuenta esa noche: descubrimos igual… pero bailamos distinto. Salieron los Hombres G al escenario y vibraron todas las décadas. Cada una a su estilo, no faltaba ninguna: los que tienen sesenta, cincuenta, cuarenta, treinta, veinte. Todos pensamos que nuestra vida la ha escrito David Summers y allí estábamos, bailando agarrados a nuestra biografía, en el ejercicio mágico de revivirla.

Los Hombres G tienen una canción para cada primera vez. Y eso no se olvida. Suena y… ¡zas! Estás a bordo de un momento feliz. Con Visite nuestro bar, yo estaba en el Wizink, igual que otras once mil personas; pero también estaba en una calle oscura, con un vaso de plástico lleno de calimocho con kiwi, con un brazo en la espalda de algún amigo y con el otro señalando al cielo, como si la inmortalidad, ¡por fin!, se nos hubiese concedido.

Dentro de unos años, en cambio, veinte o treinta, estaré en cualquier otro lugar, puede que en otro planeta, exiliado tras tanta inmundicia política. Entonces, alguien, ¡quien sea!, hará sonar Me siento bien a través de sus altavoces telepáticos.

En ese instante, ¡seguro!, viajaré hasta el Wizink, donde abrazado a la chica que quiero y después de una pandemia brutal, escuché a Summers cantar: “Me duermo en los colores que me han visto crecer. Siento que en mi alma empieza a amanecer. Abro las cortinas, es un nuevo día y me siento bien. Como si todo empezara otra vez (…) Y es que estoy de puta madre, soy un hombre feliz”.

A mi izquierda, un par de butacas más allá, otro “hombre feliz”, de cuarenta o cincuenta años, bailaba de manera psicótica. Lo hacía espoleado por sus recuerdos. En una pupila tenía el escenario, pero la otra reflejaba un chaval más delgado y con más pelo. Imagino que era él. Sumergido en esa brujería de hibridar presente y pasado, invadía continuamente el pasillo. El guarda de seguridad, apiadado, se acercó. No lo echó. Lo abrazó y lo acompañó a otra butaca para que pudiera seguir con su ritual.

Sonreí y miré a mi derecha. Había una mujer rubia. Ella también sonreía. Camiseta negra de tirantes, pantalones ajustados. Tacones de vértigo. Era muy guapa, pero cuando sonaba la música, estaba todavía más guapa. Me recordó a mi madre. ¡Qué bellas las mujeres que cantan!

Había algo malicioso en su sonrisa. Estoy seguro de que era una de las que llamaba a casa de los Summers de madrugada. “¡Has sido tú! ¿Qué crees, que no te he visto?”. El fuego en los ojos de las chicas cocodrilo no se apaga nunca. Detrás, un grupo de niñas inauguraba esa llama en las pupilas.

Los Hombres G saludan al final del concierto.

Los Hombres G saludan al final del concierto. Jeosm

A los “Hombres del Gobierno”, los presidentes de nuestros estados de ánimo que cantaba Carlos Sadness, les preocupa lo mismo que a tantos en esta época: la moralización de la cultura. La paradoja más dolorosa: que en la era de mayor libertad, renazca una tiranía de lo correcto. Canciones, poemas y novelas que, en lugar de enamorarnos, deban enseñarnos.

Por eso estrenaron el escenario con uno de sus nuevos temas, que dice: “¡No sé cómo lo vamos a hacer para ser libres!”. En una banda de esa veteranía habría estado feo no habernos ofrecido una respuesta. Pero lo hicieron, ya lo creo que lo hicieron. Se es libre pasándolo bien, con un salto mortal, dando volteretas, llegando al baño, echando un par de huevos en la sartén, no durmiendo solo, dando los buenos días a nuestros padres y hermanos.

Pocos saben que el marcapasos de Marta fue, en realidad, el de La Pasionaria. Esa es la diferencia en la propuesta de los G: incluso la “memoria histórica” puede alumbrar, en buenas manos, una melodía que una a los distintos. Porque vi en el concierto a algún político de derechas y también me acordé de aquella líder de izquierdas que, en una entrevista, me confesó: “Yo pedía a los reyes discos heavys, pero en el fondo quería que me trajeran los de Hombres G”.

Es verdad, querido Summers: “Cada vez queda menos gente con la que beber en la esquina de Rowland”. Pero, qué narices, el concierto del viernes descubrió un verdadero ejército de la resistencia. ¡Y que dure! Le decía su padre a Summers: “David, no te veo a los sesenta cantando sufre mamón”. Para redondear, por error, la profecía, le faltó añadir al gran Manuel: “David, no veo a millones de españoles de sesenta años cantando sufre mamón”.

Sin embargo, en ese teatro de la vida que se iba trenzando faltaba algo. La música sonaba igual, porque el sustituto era de nivel, pero no estaba Javi Molina a la batería; no había podido tocar uno de los cuatro grandes amigos. De pronto, apareció para entonar, cual tenor, el arranque de Venezia y para cantar el tema que le escribió a Matilde, aquella prima de Antonio Vega de la que estuvo enamorado hasta las trancas cuando chaval.

Javi, lesionado pero a punto de volver, lo dijo sin guion, como se dicen las cosas que nacen en el corazón: “Estos momentos son los que me hacen seguir adelante, los que dan sentido a la vida”. Tiene razón Javi, y también José Luis Garci: de todas las artes, la música es la que más se acerca a desvelar el misterio de la vida.

Qué cabrones, cuarenta años después siguen siendo los guapos del barrio. ¿No me crees, lector? ¡Me acuesto contigo lo que quieras!