Estamos, sin duda, ante una de las obras más influyentes de la historia universal. Escrita por Karl Marx, y Friedrich Engels, es uno de los documentos más editados y reproducidos, y ha servido últimamente de reñidero entre distintas formaciones políticas en España. 

Nos referimos, claro, al Manifiesto comunista (1848). Una obra, por cierto, que Marx y Engels escribieron con apenas 30 y 28 años, respectivamente, y que contó con poco éxito inmediato. Sin embargo, a partir de 1864, tras la fundación de la Asociación Internacional de los Trabajadores, tuvo una difusión extraordinaria que dura hasta la actualidad. 

El célebre final del Manifiesto, “proletarios de todos los países, uníos”, recuerda, al menos por su capacidad de movilización, a aquel pasaje evangélico de San Marcos (“id y predicad a todas las gentes”), y ha valido (y vale) para desencadenar algunos de los movimientos de masas de mayor trascendencia de la historia. Se comprueba en dos de las potencias más poderosas del panorama contemporáneo: la Rusia de los zares, transformada en la caída URSS, y el Imperio chino, transformado en la pujante China Popular. 

Y, sin embargo, la obra de Marx y Engels es extraordinariamente compleja. Muchas veces abstrusa. Sobre todo El capital y Grundrisse, de una riqueza de referencias apabullante, que se han divulgado bien a través de una serie de máximas de gran pregnancia social, y que han servido para defender causas de lo más heterogéneas. La lucha de clases ha sido un principio de movilización suficientemente abstracto como para inspirar a movimientos que van de la revolución jomeinita, en Irán, a la teología de la liberación, en Hispanoamérica.

Reinterpretado o reformulado por Lenin y por Mao, respectivamente, el Manifiesto comunista ha servido, readaptado a las circunstancias, como doctrina impulsora de la transformación de dos gigantescas tiranías en Estados socialistas. Algo impensable para Marx y Engels que sucediera allí.

Es curioso que el marxismo, que nunca supo muy bien qué hacer con el Estado, haya obtenido como resultado, allí donde triunfó, un aparato estatal de un peso extraordinario. Tanto peso, al menos en el caso de la URSS (no así de China), que hizo que el Estado soviético fuese vencido por su propia masa burocrática, incapaz de reordenar su cuerpo político para enfrentarse a los Estados Unidos. La URSS cayó bajo el propio peso del aparato hipertrofiado de una gerontocracia estatal. Es irónico que un Estado que se había fundado, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, como resultado de la previsión del colapso económico necesario del Estado burgués, haya colapsado económicamente derrotado en su confrontación contra el capitalismo norteamericano. La economía, que se supone que era el punto fuerte del análisis marxiano de El capital, fue el punto débil de la URSS.

Y es que, si bien la obra de Marx tuvo (y tiene) un valor importante como crítica a la economía política capitalista, apenas ofrece pautas para la construcción de un Estado socialista una vez destruido el Estado burgués (el propio Lenin, recordemos, tuvo que improvisar la Nueva Política Económica al no saber muy bien qué hacer con la propiedad campesina).

Sin embargo, a pesar de la caída de la URSS (definitiva para la doctrina económica marxista), es pronto para afirmar que el trabajo de Marx y de Engels es perro muerto. No lo es si atendemos a su influencia geopolítica, y si nos fijamos en China. De la que Marx habló, por cierto, en 1850, a propósito de la acción británica. “No deja de ser grato el hecho de que las balas de percal de la burguesía inglesa hayan traído en ocho años al imperio más antiguo e inconmovible del mundo a los umbrales de una revolución social. Revolución que, en todo caso, tendrá importantísimas consecuencias para la civilización”.

En esto, como en tantas otras cosas, China tiene la palabra.