Ser muy joven es renegar de la música de tus padres y envejecer es rechazar la música de tus hijos. Peor aún, ni siquiera conocerla. Tener de ella, quizás, un leve atisbo, que inmediatamente te lleva a un desdén y a una enmienda a la totalidad. No quieres saber más.

Recuerdo perfectamente cómo, cuando era un niño yeyé (¡toma castaña!), allá por los 60, me burlaba, con la consabida superioridad que dan la juventud y la ignorancia, de las canciones que les gustaban a mis padres, cosas de los 40 y los 50, los cuplés, los boleros, las coplas, todo eso.

Me parecían lo más remoto y anticuado que imaginar se pudiera. Me pregunto qué pensarán hoy los adolescentes de la música de los años 90, por ejemplo, aunque tengo la impresión de que el pasado reciente tiene ahora una forma de pervivencia que no tenía antes. No lo sé. Todo va muy rápido, por otra parte.

A veces curioseo las entrevistas que les hacen en los periódicos a los jóvenes famosos del momento. Les preguntan por sus cantantes y grupos favoritos. Dan nombres, y lo habitual es que yo no conozca ninguno. O casi ninguno. Tiendo a pensar que sus elecciones son deliberadamente sofisticadas, para darse pisto, pero no, hablan de lo que hay, y yo sólo estoy al tanto de Lady Gaga y Taylor Swift. Es un decir. Una calamidad.

Si tú vas dejando la música, la música te va a dejando a ti. Aunque no es la música la que te deja, es tu juventud la que ha ido desapareciendo a zancadas. Estar desconectado de la música del momento es avanzar hacia la vejez. Vivir es pasar de estar a la última en música a no tener la menor idea de qué tipo de música es la última. Eso es una señal de cómo el tiempo está pasando para ti. De cómo está pasando tu tiempo.

Me ha hecho pensar en esto la muerte de Franco Battiato. Yo estuve en el concierto que dio en el cine Salamanca en octubre de 1986, creo que fue su segunda actuación en Madrid. Una apoteosis. Una confirmación de que todos los que estábamos allí éramos modernos, modernos, al menos, por una noche. Se ve que entonces yo sí estaba a la última, a la penúltima como poco. Y, luego, mira lo que ha pasado.

Siempre hay un concierto en nuestras vidas (no digo que el mío fuera ese, estuve en otros) que marca una plenitud. En él nos sentimos, efectivamente, plenos, disfrutamos de la seguridad, la potencia y la alegría de estar en el mejor tramo de nuestras vidas. Lo que no sabemos es que, de hecho, es así, pues lo que irá viniendo será su sombra alargada.

La sombra con la que Franco Battiato ya jugaba con sus brazos mientras bailaba, como queriendo espantarla.