Hoy hay un niño que camina hacia su tumba: hoy hay hombres rotos por todas partes. El mundo entero es esta tarde un hombre roto, blanco, heterosexual; un hombre lacónico, alcoholizado, un hombre ya no tan joven, ya no tan divertido, ya no tan guapo como lo fue en los días de las fotos felices.

Voy al cine sola en abrigo y pijama -de seda, eso sí, como haría C. Tangana, como haría Julio Iglesias, hombres rotos maquillados de éxitos- a última hora del viernes encapotado para ver el desfile de otros muchos hombres rotos, de hombres que a duras penas pueden mantenerse en pie, de hombres que brindan para ser más interesantes, para verlo todo más sugestivo, hombres que tragan vodka sin absolutamente nada que celebrar, nada que no sea seguir caminando hacia la tumba, que es la muerte, y también, vaya alivio, la ruptura definitiva con todos sus fracasos. De todas las decepciones, siendo la peor siempre uno mismo.

Veo Druk (Otra ronda), la última de Thomas Vinterberg, y lloro con la última escena y aplaudo con las pestañas: luego leo que le sucedió lo mismo a todo el Festival de Cine de San Sebastián el año pasado -donde ganó el premio al Mejor actor ex aequo para sus cuatro protagonistas-, y de nuevo entiendo que mis reacciones no tienen nada de inédito. De nuevo entiendo que la verdad conmueve siempre. Opta también Druk al Oscar a la Mejor dirección y a la Mejor película internacional, para que ustedes vean. Nosotros, entre tanto, debemos dar las gracias a todos los diablos porque exista Mads Mikkelsen y porque nos preste su cara perfectamente llena de matices y de pájaros negros para ejercer de campo de minas. En su cara arrancan todas las buenas historias. 

La película -les cuento sin reventársela, que les quiero mucho- va sobre cuatro amigos entre los cuarenta y los cincuenta años que trabajan como profesores en un colegio y que amasan el desastre de sus vidas anodinas, estériles, sin vocaciones ya, sin pasiones, sin nada estimulante que hacer o que decir.

Son trapos, estos tipos -y muchos más-, son muñecos muertos cosidos con el hilo de la costumbre, del paso lento de los días, de las cenas espesas sin hablar con sus mujeres, de las bromas que ya no hacen gracia, de los hijos que no les miran a la cara, de los alumnos que no les respetan, del perro que sólo les quiere porque su naturaleza le impide elegir otra cosa. ¿Qué es ser un hombre, al final? En todo el filme sobrevuela esta pregunta. Y una aún mejor: ¿era esto la vida? ¿Toda esta vaguedad, este volverse aburrido, este perder la réplica, este ir amansándose, este morirse de miedo, esta decadencia de la carne y del espíritu, esta podredumbre del carácter, este no recordar cómo se folla, cómo se grita, cómo se ama?

En una de las conversaciones de estos varones, sale la teoría del psiquiatra Finn Skårderud, que sugería que las personas tenemos un déficit de alcohol en sangre de 0,5, y que llenando esa ausencia con un par de copas de vino nos volvemos mejores. Más relajados, más elocuentes, más chispeantes. Como si supliendo esa diminuta carencia pudiésemos reconectar con una parte más primitiva de nosotros mismos, más libre, más bella, más cálida, más desprejuiciada, más segura. Como Hemingway, como Churchill, como Theodore Roosevelt. Como los compositores ebrios en estado de gracia. Como cuando uno está a punto de atraparlo todo. De entenderlo todo.

Sacudir otra vez esa parte nuestra que existe y que el alcohol no inventa, esa parte que no se rinde, como nosotros hacemos todo el tiempo, a los cánones tediosos del mundo, a cierta impostura social, a las cosas que supuestamente tenemos que hacer para ser gente de bien: ¿ser amables, ser correctos, ser planos? ¿No destacar, tragar saliva antes de disentir, hacernos bola, casarnos, tener hijos, ser abstemios entre semana, aparcar el humor extravagante, comprar bacalao fresco, acostarnos con la misma persona toda la vida, dejar de tener charlas expectorantes, secar el ojo acuoso antes de que la lágrima derrame, morirnos del asco?

Deciden entonces los colegas hacer un experimento: beber desde que se levantan, en horas de trabajo y hasta las ocho de la tarde, e ir apuntando lo que sucede. Cómo se sienten. Lo que ganan. Es una investigación, un juego, un pequeño club clandestino. Y les gusta más las personas que son cuando beben, como todos preferimos nuestra parte lúbrica, atrevida, animal, como todos nos preferimos anárquicos y sabios, soltando monólogos brillantes mientras sorteamos la ansiedad, la arcada. El vómito.

En el fondo es como si la vida siempre estuviese un paso más allá, un escalón arriba, una copa más lejos; como si la vida sólo saliese a recibirnos cuando nos permitimos ser nosotros, sin más constricción, embaucados, embaucadores. Pero estamos tan cansados. Y resultamos tan cobardes. Todo está cerca, a sólo un click. Qué tristes, en el fondo: qué insuficientes para la alegría que sólo nos excita la felicidad estupefaciente, más en una sociedad drogada y alcohólica como la nuestra, una sociedad lubricada ante el espanto de la existencia.

Lo más emocionante de la película, a mi juicio -aparte de la escena final, que guardaré como un secreto de Estado-, es el retrato de los niños y los jóvenes que avanzan a pasos agigantados hacia ese modelo tan común de hombre hueco, de hombre triste, de hombre histérico y devastado. El hombre con la nostalgia terrible. El hombre débil. El hombre que ya no quiere estar tranquilo, que ya no quiere conformarse, que necesita romper con todo. Aunque en el camino, lo pierda todo también. Otra gran crisis de nuestro tiempo. Otro trabajo pendiente del feminismo. Otra pelea por el niño de gafas del que se ríen los compañeros de clase, el que es chungo jugando al fútbol, el que coge la mano del entrenador como quien ve a Dios porque espera que alguien le guíe, que alguien le acune, que alguien confíe en que puede ser bueno. 

Por favor, véanla y comentamos. Feliz sábado.