Ha muerto Nabody. Qué curiosa y desafortunada cercanía con la palabra inglesa nobody, que hace referencia a nadie. Nadie será ya la niña maliense de 24 meses que consiguió llegar con un hilo de vida al puerto canario de Arguineguín. Porque aunque su caso, tan despiadado, sacuda provisionalmente nuestras conciencias, sin embargo, nada cambiará. En otro momento será otro nombre, será otro niño. Pero todo seguirá igual.

Continuarán las mafias enriqueciéndose al trasladar a personas de cualquier edad del infierno de África al paraíso de Europa, aunque ninguno de los dos continentes sean siempre, exactamente, eso.

La vida, tan corta, de esta niña, concluyó tras el viaje desesperado que emprenden quienes no tienen nada que perder, porque lo perdieron todo al nacer en el lado equivocado del Estrecho. Y arriesgan lo que les queda, la vida, en un trayecto descomunal y que, tantas veces, encuentra el más desencajado de los finales posibles.

La vida nunca ha sido robusta, y mucho menos lo es al sur del Sáhara. En todas partes, pero sobre todo allí, es un alambre formado por hebras enigmáticas y sutiles que se deshace poco a poco o, a veces, de repente. A veces lo hace antes, a veces ocurre un poco después.

La verdad, nunca tarda mucho en alcanzar ese mínimo hilo, justo antes de desaparecer. Quizá sólo sea un juego. Tal vez le demos demasiada importancia. Y, si hay suerte, quién sabe, a lo mejor hay algo más al otro lado.

Eso ya lo ha averiguado el oncólogo Josep Baselga, que acaba de fallecer a causa de la enfermedad Creutzfeldt-Jakob. El trabajo durante más de tres décadas de este científico contribuyó a mejorar de forma decisiva el tratamiento de múltiples tumores.

Resulta del todo aciago y casi vengativo que, con sólo 61 años, haya sido un trastorno neurológico de evolución rápida el que haya destruido a alguien que tanto luchó contra las enfermedades.

Revela una suerte de ironía trágica que una anomalía que sólo afecta a un individuo por cada millón de habitantes haya matado a quien dirigiera durante cinco años uno de los grandes centros del conocimiento médico del mundo, el Sloan Kettering de Nueva York. Pero los dioses y el destino siempre acaban venciendo a la ciencia, incluso a la más refinada.

Fueron los dos primeros, y no la Covid-19, los que tuvieron que ver con la muerte de Nabody. También la miseria, también la esperanza de encontrar algo más digno al otro lado del mar. A las personas con hambre no les preocupa el coronavirus.

Asombrosamente, a miles de jóvenes privilegiados en todo el mundo que en absoluto tienen hambre, tampoco. Este fin de semana la policía ha desmantelado medio millar de fiestas ilegales en Madrid. En el país vecino, las celebraciones del carnaval de Marsella, con seis mil individuos divirtiéndose como si no hubiera una pandemia, han espantado a las autoridades francesas.

En Miami, los spring-breakers, en ese supuesto oasis que es el estado de Florida, siguen de fiesta. La cuarta ola, esa que no se puede surfear sino sufrir, no se hará esperar.

Baselga ya no está en este mundo, pero deja un legado. Tal vez ese sea el objetivo: la marca que dejas. La gente que te recuerda. Lo que hayas hecho mientras se deshilachaba el alambre.

Nabody tampoco está aquí. Ella no deja nada, más allá de un rastro cruel durante el cual su familia subsahariana buscó no tanto la prosperidad, sino la supervivencia. Por no dejar, la niña no deja ni el nombre. Ni siquiera se llamaba, realmente, Nabody.