Ahora está de moda odiar a Pablo Iglesias: este país es muy así, te engancha de la pechera y no te suelta hasta que suplicas “basta”, te camuflas con gafas de sol a lo Martirio, te vas a vivir a los barrios del sur (allí por donde no pasa nadie excepto en campaña) o te exilias. Será un guiñito de nuestra Guerra Civil, un homenaje sociológico. España es una bully. Hay gente molesta para la sociedad a la que se le desea una muerte violenta, que se lo pregunten a Ramoncín, un tío al que abiertamente no soporta nadie. O a Karmele Marchante. O a Willy Toledo. España se une sólo para odiar, sólo en eso hay consenso: tiene ese defecto, ese vicio, esa tarita. Luego mira que es ingobernable: España empieza tomándose un vermú contigo de buen rollo y cuando menos te lo esperas te mete un melenazo que te tumba, como una diva fatal, como una folclórica venida a menos. España te pisa la cara con el tacón y te dice que es BDSM, que lo disfrutes.

A Pablo Iglesias le odia la turba de la izquierda arrebatada porque al final no era tan bolchevique y no guardaba en su casa un piolet asesino, el puto centrista, y también esa gente guapa de derechas (que decía Umbral), que siguen levantándonos el dedito y augurando “que viene el Coco”, pero el Coco dónde está, que yo lo vea. Caterva muy desagradecida, muy amargada, muy grisácea, porque Iglesias nos ha regalado momentos jugosos y cinematográficos, le ha inyectado salsa al tedio político patrio y ha desordenado las cosas, y yo creo profundamente en el derecho al desorden, un lugar de rebeldía legítima que siempre precede al pensar.

Pablo Iglesias será lo que ustedes quieran y habrá fallado más que una escopeta de caña, pero tiene algo que la mayoría de la gente se muere sin tener: personalidad. Y si ahora al carácter lo vamos a llamar “testosterona”, apaga y vámonos: ¿Por qué adjudicar a las gónadas masculinas el brío, la seguridad, el carisma, la ambición? ¿Qué queda entonces para las femeninas: la simpática empatía, la dulzura, la sensibilidad, la mediación, la complacencia? ¿Qué carajo es eso?

No quiero esos atributos, no: en ninguno de ellos arrancan las novelas, porque las novelas parten del conflicto, de la inconformidad, de la disidencia. No se me ocurre nada más machista, más simplista ni más perezoso intelectualmente que esta tesis que ahora ha cobrado tanto prestigio: que el imponerse es patrimonio macho. ¿Llamamos entonces 'viriles' a Coco Chanel, a Lola Flores, a Frances McDormand, a Ángela Merkel, a Cristina Morales, a santa Teresa de Jesús, a Juana I de Castilla

¿Qué quería la peña que hiciese Iglesias: que dejase paso a Mónica García, cuando ni siquiera es de su partido? No estamos aquí para que los tíos nos dejen paso, sino para cambiarles el trote, como bien ha hecho ella. Esta cosa paternalista y repugnante de que un hombre se tiene que apartar, porque si él no se aparta no conseguiremos nada, me provoca mucha inquietud. Esto es política y es ajedrez: no estamos para diplomacias. Claro que las mujeres competimos y tenemos mala hostia para enterrarlos a todos.

Será que mí no me interesan los pusilánimes, guarden lo que guarden entre las piernas. No me interesan los llorones, los apocados, los que parece que piden perdón por existir. Me gustan las personas que entran a una habitación y se nota, las que vienen cargadas de influjo. Me gustan los que modifican el mundo viviendo, los que no se parecen a nadie más que a sí mismos, los que son el molde y no la arcilla, los que no saben bailar, pero siempre taconean. Me gusta la gente con estilo, porque el estilo es gratis, pero siempre escasea. Yo no admiro a quien sigue un impulso, admiro a quien lo genera.

Recuerdo aquello que decía Alvite: “El desprecio del talento suele considerarse, en ocasiones, una conquista moral de la gente corriente”. Y Pablo Iglesias tiene talento. Por eso amasa tantos detractores. Odiar a Pablo Iglesias, me atrevería a decir, es una confesión de mediocridad. Uno puede y debe estar en sus antípodas ideológicas, combatir sus desbarres y, a la vez, reconocer la genialidad del enemigo. Su inteligencia. Sus salidas. Hay cierta excitación intelectual. Cierto ping-pong dialéctico. La chispilla: ¿No estamos aquí por eso, tras el circo de la política y la cultura como elementos domadores de nuestra vulgaridad nativa? Si no podés con la vida, probá con la vidilla.

Odiar a Pablo Iglesias es un poco como odiar a Federico Jiménez Losantos: no se puede hacerlo sin sonreír. Sin esbozar un jocoso “qué cabrón” y achinar los ojos con indudable cariño. Citando de nuevo al padre de Historias del Savoy, ambos son personajes, y los personajes no merecen un reproche, sino una crítica literaria. Son los papis de lo suyo, son ases del humor, un bien etéreo que nos relaja a todos, que nos hace más guapos y menos sectarios. Ellos juegan bonito y quien conserva el gusto, aplaude. Nunca valoramos lo suficiente a nuestros comediantes mágicos y cañís, a los que reactivan el flujo verde de cada día con una réplica vacilona e impecable, a los que siempre atesoran una paloma loca en el sombrero que se te va a enganchar a los ojos. Para nosotros. Por nosotros: su envilecido público.

A mí me gusta Pablo Iglesias cuando habla que parece que rapea, no cuando se pone cursi en las campañas y nos dice eso de “sonrían”, que siempre me ha dado una grima tremenda. Que no me da la gana de sonreír, hombre. Se me quiebra un poco la risita cuando estos días me escucho a mí misma hablando de él prematuramente en pasado, como ocurre con los novios que estás a punto de dejar.

Le veo lanzarse a la candidatura por la Comunidad de Madrid como quien avista de lejos el choque de dos trenes: se viene tragedia, pero uno no puede dejar de mirar. Entiendo que Iglesias no soportaba ser vicepresidente porque necesita ser el primero de algo, aunque sea el jefe de su escalera. La gente con personalidad tiene estas cosas chifladas, a medio camino entre la heroicidad y el suicidio. Siempre saben cómo entrar y cómo irse: lo único importante es hacer ruido, dejar una senda de espesa perplejidad tras el portazo estrepitoso, el portazo del actor que abandona la serie y sabe que sin él no habrá próxima temporada.