Una de las incógnitas del tiempo presente es el espíritu, el sentido del siglo XXI. El siglo XVIII fue el siglo de las luces, de la Ilustración; el siglo XIX fue el siglo de la libertad, de las constituciones y del parlamentarismo liberal; el siglo XX fue el siglo de la democracia en lucha titánica contra el autoritarismo y el totalitarismo nazi y comunista.

Nuestros padres y abuelos tardaron décadas en comprender el sentido del siglo pasado. En la primera Guerra Mundial, Europa se enfrentó en una suerte de guerra civil europea y los contemporáneos no sabían qué era lo que estaba realmente en juego. Parecía una guerra clásica de predominio de una potencia en el continente europeo, el Imperio Alemán, a la que se oponían los aliados en búsqueda del equilibrio de los estados nación del continente.

En los felices años veinte del pasado siglo la euforia de la recuperación económica ocultaba el movimiento profundo de fuerzas totalitarias que se desvelaron en los años treinta y provocaron la II Guerra Mundial. Entonces estuvo claro el espíritu, el sentido del siglo XX: la lucha de la libertad y la democracia contra las fuerzas del mal. Hasta 1989 la democracia no venció al comunismo en media Europa.

Como ya advirtió Jean François Revel, en contra del optimismo por la caída del Muro de Berlín, el totalitarismo forma parte de la naturaleza humana y siempre iba a ser una amenaza salvo que fuertes y respetadas instituciones democráticas, dentro de cada estado nación, fueran un freno imbatible.

En España llevamos más de una década con un empeño evidente en destruir las instituciones (la Corona, la independencia de la Justicia, un Congreso respetado y respetable y una opinión pública educada e informada) por parte de los separatistas y de la extrema izquierda; un guión clásico para el deterioro y ruptura de la convivencia y de la Constitución de 1978.

El proceso constituyente al que aspiran separatistas y la extrema izquierda daría paso, por medio de un golpismo bolivariano desde el poder, a una república federal o confederal que en la práctica volvería a ser la exclusión de media España y el exilio de sus elites políticas y económicas: nada nuevo bajo el sol.

La prolongada crisis política española se inscribe así en el marco de la agenda globalista propugnada por fuerzas internacionales muy poderosas. España es el enfermo de Europa, el eslabón más débil y temprano del continente, como lo fue en 1936. Entre Biden y Trump, los globalistas prefieren al primero.

En 2020, es pronto para definir el espíritu del siglo y sólo me atrevo a sugerir alguna hipótesis. Hay que tener en cuenta que sesudos sovietólogos de las mejores universidades americanas y los servicios de inteligencia occidentales ignoraban, todavía en 1989, la inminencia de la estrepitosa caída del Muro de Berlín. Lo cual sugiere que la ignorancia en política es similar o superior a las predicciones de los economistas: no sabemos lo que va a pasar al día siguiente.

Lenin se equivocó al definir el imperialismo como la fase superior y última del capitalismo. La experiencia ha demostrado que la fase superior del capitalismo industrial es, por ahora, la globalización, el actual mundo tecnológico, en el que, antes de la pandemia del covid-19, competían en el mercado mundial los estados nación, los ciudadanos emprendedores y los gerentes de las grandes multinacionales. No es muy aventurado prever, que una vez terminada la amenaza de la pandemia, la globalización retorne con fuerzas renovadas.

Iremos comprobando cómo se desenvuelve la crisis española e internacional pero parece evidente que se van definiendo dos campos enfrentados. Por un lado, los globalistas que apuestan por gobiernos fuertes e invasivos y sociedades sumisas y subvencionadas. Por otro lado, los partidarios de la globalización que preferimos sociedades libres, de ciudadanos productores y responsables, con gobiernos limitados y sometidos al balance de poderes por instituciones democráticas, fuertes y respetadas.

Si estoy en lo cierto, el sentido del siglo XXI va a ser (en parte está siendo) la lucha entre el globalismo y la globalización. En favor de la globalización está la bandera de la libertad. Una bandera que, como advirtió el escritor ruso Vasili Grossman en los años cincuenta, en una de las mejores novelas del siglo XX, Vida y destino, está también en la naturaleza humana y es mucho más poderosa que el autoritarismo y el totalitarismo.