Con esa mezcla de candidez y soberbia que a menudo adorna a la juventud, los líderes del primer Podemos, el Podemos aspirante aún, fueron dejando registro de todas sus intenciones en diarios y televisiones. Era aquel un Podemos con dos almas, la radical y leninista de Iglesias, y la transversal y nacionalpopulista de Errejón: el puño izquierdo en alto y la uve ambidiestra de la victoria.

La dupla funcionaba porque se había formado al calor de una amistad trabada en la universidad, de series y lecturas intercambiadas, y de un proyecto compartido de superación del orden institucional del 78. Después vino la confluencia electoral con IU, la ruptura, Vistalegre y todo eso.

Con su discurso afilado y directo, Iglesias dejó claro desde muy pronto que la abolición de la monarquía parlamentaria y la redacción de una nueva Constitución republicana eran algunas de las prioridades de su partido. Errejón, en cambio, Valdano de la politología, se gusta en la retórica, y a menudo necesita varias páginas para desgranar su programa de acción: a saber, renacionalización en la calle y Carl Schmitt en el Parlamento.

Pero el reto era grande, y Errejón no ignoraba los obstáculos. Tampoco eludía su análisis. Fue así, entre metáforas alambicadas, subordinadas oscurecidas y jerga gramsciana, como nos explicó la razón de sus desvelos: España no era Venezuela.

Aquí las instituciones funcionaban. La crisis política que había precipitado la Gran Recesión había supuesto la quiebra del bipartidismo, pero, en lo fundamental, los españoles continuaban percibiendo sus instituciones como legítimas. Para que el proyecto nacionalpopulista triunfara era necesaria una crisis que desbordara los contornos del sistema de partidos. Era necesaria una “crisis de régimen”.

Sin embargo, cada vez más lejos de la centralidad, Podemos tenía problemas para encontrar nuevas bases electorales que pudieran dar viabilidad a su proyecto de impugnación del 78. Hasta que apareció Sánchez para llevar a la práctica todo lo que los líderes originales de Podemos solo habían podido concebir en la teoría.

Una combinación de nihilismo, ambición y oportunidad ha llevado al presidente a establecer las bases para una crisis de régimen en España: sentando en el Consejo de Ministros a los líderes que abanderan el fin del 78; cuestionado la jefatura del Estado y dando alas al milenarismo republicano; negociando su investidura, sus acuerdos de legislatura y sus presupuestos con partidos que protagonizaron un golpe contra la Constitución en Cataluña; malbaratando los acuerdos de reconciliación de la Transición con una ley de memoria revanchista.

No ha leído a Gramsci, ni a Laclau, ni a Mouffe, pero ahí está: Sánchez se ha revelado, por accidente, como el populista perfecto.