Un viejo amigo de quien perdí la pista adrede tras una afrenta en un bar de facultad, me hizo uno de sus últimos servicios prestándome un libro. Entre sus letras, me hice mayor.

Meses después y tras sucumbir dos veces (casi) seguidas al diablo enamorado de El club Dumas -en medio, quise combatir de nuevo al verdadero Rochefort y me alisté a las lecciones de El maestro de esgrima-, me senté junto a Arturo Pérez Reverte en una terracita de El Retiro.

-Tienes media hora, chaval.

La cosa se dio bien, porque tras 90 minutos largos acabaron por venir a buscarlo, que la cola en la caseta para sus firmas ya daba la vuelta al parque.

Aparte sus lúcidas incursiones al bar de Lola, hoy imagino al viejo lobo con un brillo en su colmillo de ladeada sonrisa: unas hermanitas de clausura se han contagiado del bichovirus. ¿Acaso el todopoderoso no está también en los pecadillos terrenales?

Tengo hoy la edad que mi héroe cansado soplaría en su tarta de 1995, cuando lo entrevisté. Para romper el hielo le comenté lo de que a Antonio Flores lo acababan de encontrar listo de papeles, sentencia autoinfligida a causa del duelo insoportable por la otra Lola, la de España. A él se le daba una higa.

-Navego mucho, y a la vuelta me entero de cosas que cada vez me importan menos -me dijo.

Ese reportero con gafas grandes y camisa impoluta me había convertido en periodista años atrás, apareciendo en el salón de casa para contarme las guerras desde el cráter del último obús. Después, me enseñó a guardar la dignidad cuando cerraba cada emisión de Código 1 escupiéndole a la cara al espectador por su gusto morboso. Y me animó a escribir mi primera ficción dándole un portazo a la tele pública -"no soy un héroe, ahora vendo tantos libros que me puedo permitir mandarlos a paseo"-.

Tantos años después, sólo llevo un tercio de mi novela y él anda cerca de los 70. Lo que me confirma su mirada perra y cínica a la vida. Por un lado, que él ya estaba de vuelta de todo a mi edad, cuando yo aún no he llegado a casi nada. Y por otro, que así las cosas, "no queda sino batirnos", como brama su Quevedo en las tabernas rancias donde apura vinos con Alatriste.

Como él bruñe sus sables, yo en algunos ratos de solaz me doy una sesión de sus textos. Tiene escrito Reverte que el heredero de Franco "salió un poquito perjuro". Y que eso nos vino bien cuando lo que hizo fue pasarse por el forro su fidelidad al Movimiento y tal. Ahora nos viene mal, y el Emérito ya no es el Rey de todos sino un rey de pena.

A veces, reescribo escenas de la vida según los códigos del viejo Arturo. Quizás aquel día en la cafetería de Veterinaria debí golpear la mesa, levantarme y retar a duelo a mi desleal colega, para saldar agravios. Y quizá tantos que hoy señalan a Juan Carlos desnudo tengan un día que buscar un taparrabos con el que disimular sus propias vergüenzas.

Porque la vida consiste en que cada perro se lama su pijo, ventile sus asuntos y deje los ajenos para el juicio, terrenal o final. Que en este mundo en el que hasta las monjas pecan por seguir siendo humanas, el diablo se disfraza de normativas y purezas.