La acción del 12 de octubre de 1492, como primer hito de una acción “genocida” en América, es lo que está sacando, con ocasión de esta nueva oleada correctista procedente de los EEUU, a las estatuas de Colón de su pedestal por todo el mundo.

Tras el #MeToo, ahora es el #BlackLivesMatter el nuevo movimiento posmoderno que, desde la cumbre de la “superioridad moral”, cual Cristo pantocrátor, juzga a vivos y a muertos para redimir las culpas de la historia, en este caso, a propósito del tema racial.

Y el caso es que, desde esa posición, cuasi teológica, se confunden las acciones de unos y de otros, precisamente porque en la noche oscura del correctismo político todos los gatos son pardos.

Ya Chávez o Evo Morales insistieron mucho, en su momento, en la acción española en Indias como un acto de depredación genocida, destructora de las culturas indígenas precolombinas.

En cierta ocasión, el que fue presidente de Venezuela, en un discurso pronunciado, paradójicamente, en la lengua del conquistador, manifestó, sin tapujos e hiperbólico, como era habitual en el personaje, lo siguiente: “Cristóbal Colón fue el jefe de la invasión que comenzó aquí en estas tierras y que produjo no sólo una matanza, mucho más, un genocidio”.

De esta manera justificaba la retirada de una estatua en Caracas del descubridor genovés, y que Chávez asimiló, sin ruborizarse, a Hitler (“el líder nazi fue a los judíos lo que Colón fue a los indígenas”, dijo literalmente), para subir al pedestal, en sustitución del Almirante de Castilla, a un indio o una india señalando un nuevo rumbo -distinto del colombino se entiende-, esto es, “el rumbo de la liberación de los pueblos, que es el rumbo del socialismo”, sentenció.

En esta línea indigenista, el correctismo busca hoy la condena, entonando en general el mea culpa occidental, de todos aquellos hitos históricos que hayan significado algún tipo de imposición violenta de unas sociedades sobre otras (como si la América precolombina, cual Arcadia feliz, estuviera exenta de violencia y crueldad antes de la llegada de los españoles).

De Colón en adelante (hasta Churchill) todos culpables por no llevar como enseña la declaración de los derechos humanos y la carta de Naciones Unidas, repitiendo, como un mantra, siempre el mismo esquema acusatorio: xenofobia, genocidio, racismo, odio y aversión a otros géneros de hombres distintos del occidental y blanco.

Pues bien, si algo clama a la evidencia en el comportamiento histórico de España, sobre todo en suelo americano, es precisamente el carácter mestizo de la demografía hispanoamericana, siendo ello una consecuencia directa de la acción imperial -que no colonial- española en América iniciada por Colón.

Justamente, sostén de la presencia española en Indias era el trabajo del indio, a través de la encomienda, en tanto que forma de organización productiva en Indias, y bajo la cual el indígena se veía protegido por una legislación social, la dispuesta en las Leyes de Indias, bastante benevolente.

Pérez Barradas, en su importante libro Los mestizos de América afirmará lo siguiente sobre las Leyes de Indias, “si a los hombres hay que juzgarlos por los propósitos, y no por sus realizaciones, a España le cabe la honra de haber dictado una legislación social inmejorable para proteger al nativo, como son las Leyes de Indias. El que estas no se cumplieran al pie de la letra, el que se cometieran abusos y arbitrariedades, el que desalmados y criminales hicieran de las suyas en un apartado rincón americano no da la base para rebajar los propósitos nobles y cristianos a favor del indio. Lo esencial, repetimos, son los propósitos, no los hechos particulares. Los campos de concentración alemanes no son menos criminales porque en ellos haya habido médicos humanitarios que no hayan cumplido las órdenes de matanzas en masa” (Pérez de Barradas, Los mestizos de América, ed. Espasa Austral, p. 182).

Y es que los propósitos del Imperio español no eran aniquilar a la población nativa americana (como sí existía, sin embargo, un propósito aniquilador en los campos de exterminio nazis), sino, al contrario, conservarla y reconducirla hacia una vida en sociedad civil (hoy diríamos en “estado de derecho”), entre otras cosas, para cumplir en ellos la misión evangelizadora.

Otra cosa es que, resultado de esta reconducción, la población indígena decayera, pero no en razón del empeño aniquilador del conquistador (que no existió), sino debido a otras causas (enfermedades, muchas de ellas venéreas, desfallecimiento por el proceso de aculturación, etc). Una de esas causas es, también, el mestizaje, precisamente por lo que este tiene de transformación híbrida (y no desaparición) de la población americana.

De nuevo, acierta a decir Pérez de Barradas, “cada mestizo que nacía era un indio menos”, y es que casi todos los conquistadores tuvieron hijos naturales mestizos (empezando por Cortés), no siendo la condición racial obstáculo alguno para su promoción y ascenso social.

No hubo, por tanto, en contraste con Norteamérica, un expolio, mucho menos una aniquilación, de la población indígena, sino al contrario, una protección y mezcla sobre la misma, intentando su integración de pleno derecho en el ordenamiento institucional imperial español. A este respecto afirmará Marañón, en el prólogo al libro de Barradas, con nitidez, “los españoles nunca hemos hecho violencia en nombre de la raza. [...]. Los que tramaron la Leyenda Negra eludieron, como es natural, el tocar este punto, que representa una gloria nada banal en nuestro haber civilizador”.

Justamente será este mestizaje (“raza cósmica”, la llamó Vasconcelos) lo que caracterice la acción de España en América, y cuya influencia actual se deja ver, sobre todo, en los 550 millones de hispanohablantes de todos los colores, que, además, se van filtrando hacia la anglosajona Norteamérica (EEUU, tercer país con mayor número de hispanohablantes por delante de España), neutralizando en ella su racialismo Wasp.

A la demografía mestiza hispanoamericana, en fin, impulsada por el imperialismo español, no se la pudo, en efecto, ni mucho menos, llevar el viento. Ahí sigue, actuando, aunque retiren a Colón del pedestal.