En la semana en la que los niños grandes del golf se volvieron insurrectos y montaron un motín entre ridículo y peligroso, yo pienso en Ana. En la semana en la que murió Juan Genovés y su Abrazo se volvió inapretable, ajeno, inasible -joya antigua de un tiempo más lúcido-, yo pienso en Ana. En la semana en la que arrancó un San Isidro sin farolillos, en la que Ayuso se hizo hooligan, en la que se inauguró el invento de la fase 0,5 -como una cerveza sin alcohol, como una virginidad perdida a medias-, yo pienso en Ana. Pienso en ella y en que nos viene encima un mundo cada vez más opaco, más rancio, menos esponjoso. La alegría es cosa vieja.

Mis rezos heterodoxos van para Ana, sin conocerla, porque el gesto de su cara ha cambiado para siempre y porque su gesto es nuestro gesto, el del dolor inexplicable que asalta un día, en algún momento de la vida, cargándose de un golpe los años de las fotos en las que parecíamos felices. Hubo un momento en el que uno se reía a carcajadas, pero ya no lo recuerda. Qué coño nos hacía tanta gracia. Hubo un momento en el que uno bromeaba con cualquier cosa, porque todo era susceptible de girarse, de ser anécdota, de ser guiño, de ser juego. Hubo un momento donde pareció que los veranos salían a recibirnos. 

Hubo un momento -igual no fue más que un rato, alguna noche- donde no nos faltó cerca ni uno solo de los seres que amamos, donde aún no nos habían abandonado, donde nos veíamos guapos porque sí, de pura juventud y de pura inconsciencia, donde la vida bien podía ser un posado divertidísimo para el Hola y la elección de un trikini de pedrería, diminuto y criminal. Ahí arrancaba siempre julio: Ana es fecha en el calendario sentimental de España. 

Ana ha perdido a su hijo, a su único hijo, al hombre indiscutible de su historia prolífica y descacharrante, llena de cuentos que siempre son verdad cuando ella los nombra. Ana ha perdido a su hijo, jovencísimo, hermoso, llanamente bueno, con cientos de planes y de ganas, a su niño por siempre mimado, al varón que ella parió y acunó y cuidó y vio crecer y marcharse demasiado pronto, como un milagro arrebatado, dejándola llena de preguntas y de angustia en un mundo raro.

Ana ha perdido a su hijo y nosotros hemos perdido su alegría, la alegría de Ana, la alegría incomparable de Antoñita la Fantástica, porque Ana ha sido un cascabelillo hecho hembra, un regalo largo para España desde sus piernas brillantes y flacas y su eterna melena rubia de Barbie descaradísima, pizpiretísima, auténtica y entrañable. Con la paella verde que le preparó a Spielberg, con ese cumpleaños en el que invitó a Robert De Niro, con Beckam echándole el móvil abajo y Victoria queriendo agarrarla de los pelos en un ataque de celos.

Con su poledance en Ana y los siete, con su carrera de Biología, con aquella vez que un fan de Miguel Bosé le partió un diente en plena Gran Vía porque salía con él. También Ana despidiéndose de su amor Fernando Martín. También Ana siendo objetivo de ETA. También Ana cuando no la vemos, cuando se cose solita, cuando se reconstruye en bata, sin glamour, sin erotismo, sin focos.

Ana cuando perdona a su ex con todas las de la ley, porque “Lequio es un tipo maravilloso: aunque te ponga los cuernos, te ríes mucho con él”. Ana cuando olvida. Ana cuando se decepciona, cuando levanta la cabeza, cuando se calza otro vestido de gala y se lanza a la jungla que le toque,a seguir repartiendo flow a los avasallados. Ana cuando se queda con lo bueno de la gente y con lo mejor de sí misma. Ana como una pantera negra entrando a las fiestas: Ana como una pantera implacable protegiendo a su hijo. 

Le llega la tragedia de la vida a las personas luminosas, como un hachazo al tronco -al nuestro, al que es de carne y músculo y sangra-, y es imposible y mezquino buscar enseñanzas. No hay nada, sólo dolor. Sólo un gesto que cambia. La alegría es cosa vieja.