La profilaxis huele a tristeza de domingo sin fútbol, a suelo gastado de Urgencias, a papel guarro sostenido por gomillas en una máscara que justifica el desamor.

El desconfinamiento tiene su mecánica como el amor sus mares, que diría más o menos Gimferrer. El olor de estos días es el petricor que entra por la ventana cuando salgo del sótano para ir a otro sótano; es el olor de la ropa impregnada en adrenalina cuando me pasan un meme que es más periodismo que el nuevo periodismo.

La calle ya no huele a colonia Álvarez Gómez, que la senectud se ha vuelto paseante y lo que no se llevó el virus se lo anda llevando la crisis, y que no hay dinero para colonias en un Argüelles en que la artrosis es la resistencia. El confinamiento ha sacado del anís a los pensionistas del Aire, austeros con su vida y su bastón.

Madrid huele a nuevo hasta en el atardecielo, cuando salen los líquidos retenidos de los adolescentes a pasearse en mallas bajo el trote cochinero que han visto en Rajoy y que entienden como saludable. En eso que llaman Madrid Río, en ese secarral, a la nariz le llega olor a costo, a siluro radiactivo y a gente que ha descubierto en el paseo un nuevo Jerusalén para corroborar que el paloselfie es cultura.

Uno también huele a sándwich sano del Rodilla, a guiso tocinero de evangelistas realquilados en Tutor, a sobaco de los de 15-M y hasta a ozonopino en un taxi que no nos deja salir de la provincia.

Entra el perfume de la humedad en el sótano, la pared se cae por encima del televisor donde Simón quiere hacer inteligible el Apocalipisis. Simón se ha cambiado al uniforme de verano, pero desde marzo hasta ayer mismo llevaba esos marcelinos de lana gorda y mucho pasado.

Los odiadores de Ayuso huelen a yonkilata, Ayuso huele a lo que huelen las nubes y los perritos burgueses que pasea en sueños indies. Una mascarilla huele a compresa azul, porque el azul es un olor que los miopes vemos a la legua.

España se nos ha vuelto de un olor de chándal gastado, de politólogo con pinganillo y café. Las lágrimas de mi compañero de piso, el Tito Enrique, huelen a sal y a amores contrariados y piel afeitada de aquel que fue y supo.

España merecía un poema del olor cuando más amiga se ha vuelto de la lejía. El aroma del purgatorio debe ser este pestazo que no hiede, el aftershave de Sánchez en un miércoles tan miércoles como otro.

Yo sé también que hay olores que no me llegarán por estos isidros mutilados: ni aroma a pino del bosquecillo de Las Ventas, ni la esencia que se echan al cuellecito las amigas de Victoria Federica en las tardes de toreros universitarios. Tampoco olerá a ese resol de La Pradera ni a chulapo exhalando sudor, llamanado al infarto y con esa calentura, Joaquín, en tu menopausia macho.

Lo peor es que empieza a oler a nuevo y a malo. Los muertos no se pudren, nene, y el último día de verbena popular fue aquel 8-M que olía a sobaquina y tormenta.