Se ha roto el microondas en casa y caliento la leche en un cazo. Lo quemo puntualmente todas las mañanas. Soy consciente y lo sigo haciendo. Prefiero este ritual negro para ordenar el paso de los días a los aplausos de las ocho: empiezan a recordarme a los horteras que palmean cuando el avión aterriza, pero con el avión estrellado y oliendo a muerte. Huele a muerto en todo el país, España huele a muertos sin cifrar, huele a residencias de ancianos llenas de muertos. Los sanitarios no os oyen: están tapando con sábanas a los muertos. Los familiares no os oyen: están llorando a sus muertos. Lloran a sus muertos adorando sus imágenes, como los feligreses, porque España huele a muerto, a dios muerto, y no hay cuerpo que velar.

“Qué triste le pone siempre a uno la alegría de los tontos, en el manicomio como en el fútbol o en la tele”, decía Umbral. Qué triste me ponen a mí los aplausos de las ocho: esa fiesta artificial, estéril, histriónica, con sus silbidos y sus cánticos de hooligans que equivalen a un ardor estomacal, diario, incansable. Aplausos como rebuznos tristes en medio de ciudades desérticas.

Lo peor son las canciones. Las terribles canciones nuevas, la banda sonora absurda y agónica que merece, por otra parte, un país en descomposición como éste. No se dan cuenta los autores de que las canciones sobre el encierro nacen muertas, porque todo está lleno de muertos: son canciones abortadas, canciones que odiaremos en cuanto salgamos de aquí, canciones que detestamos ya, de hecho, porque quieren ser alentadoras y sólo son fúnebres. No pueden ser otra cosa.

Canciones radicalmente sordas al pulso humano, canciones que nos piden que sonriamos cuando sólo tenemos ganas de vomitar en el lavabo, canciones de la paciencia cuando sólo esperamos insomnio y asco, pánico y asco, hastío y asco, canciones festivas que nos sugieren buscarle el lado positivo a esta España de los cadáveres sin entierro. 

No pienso encontrarle ninguna lectura constructiva a todo este terror, a esta pesadilla rebozada de horterismo. Está todo lleno de muertos y de horteras vivos: los ñoños de “ay, mira los animalitos tomando las calles, la naturaleza se abre paso, el planeta está descansando” -¿qué quieren de nosotros esos psicópatas? ¿Que nos encerremos en nuestra casa de por vida para que los zorros forniquen en las carreteras?-. O los horteras obsesivos del deporte, con espíritu de Forrest Gump, que nos regañan a los que aún no hemos salido a correr alrededor del sofá para buscarnos a nosotros mismos. 

No he visto nada más devastador en la vida que internet sudando vídeos de los devotos de Patri Jordan, una señora que sonríe estilo Funny Games mientras te explota físicamente y a domicilio, la reina gimnástica de una secta de pirados que se reducen constantemente a su cáscara. Los cuerpos moviéndose atléticamente en la pantalla del salón han perdido el sentido, la naturalidad, la libertad de movimiento real: son más ficción que el porno. Hay chavales llorando en sus casas porque se les están derritiendo los abdominales: esa es la tragedia de los hijos sanos del gimnasio. “No excuses”, escriben, mientras se graban levantando a sus hermanas pequeñas en brazos, a modo de pesas. Horteras.

Los que hacen directos en Instagram sin descanso pensando que su cotidianidad nos alumbra. Los que han aprovechado nuestro aburrimiento para sentirse protagonistas, porque saben que esta nadería nos está llevando a consumir un contenido que en condiciones normales no pincharíamos ni con el wifi del vecino. Los de los podcasts por cojones. Los poetas de la claustrofobia. Horteras todos. No mencionaré a los que hacen pan casero todos los días para fotografiarlo, como si hubieran dejado de venderlo: son legión. De horteras.