Es mentira. No hay un chino dentro de cada cajero automático. Y menos mal, ¿no? En estos tiempos, digo. Ahora, sonríes por la calle y te miran mal, me ha pasado.

Regresaba de sacar dinero e ir a por tabaco y el estado de alarma ya había hecho presa de mis paranoias. Coño, las monedas que me devolvía la máquina, ¿pues no dicen que el coronavirus sobrevive horas en el metal? ¿Y el pomo del portal?... Iba a tener razón ese tío que me había mirado mal. ¿Quién soy yo para estar contento?

Lo estoy, porque han vuelto mis hijas de casa de su madre, y porque las dos noches anteriores al caos las pasé en casa de amigos. La primera, tras 12 horas en Moncloa escuchando a ministros y preguntando a un presidente que sudaba por la patilla mientras hablaba de las gotitas que debemos evitar. La segunda, tras compartir unas cañas y algo de información con un hombre del vicepresidente, ése que poco después se ponía en cuarentena porque su señora, la ministra, lo había pillado.

Hemos pasado del happening callejero del 8-M a vivir enclaustrados en menos de una semana. Y yo, en 24 horas, de compartir licores y abrazos con Max el día que dejé a Sánchez en su casa-palacio, a la primera cobra mutua con mi amiga Roberta. Que ya no hay que besarse.

No hay chinos en los cajeros... y ya ni en los bazares, que han cerrado todos poniendo jodido el suministro de urgencia. Un cuaderno para el cole, un sándwich para comer.

Pero sigo contento.

Porque si morimos todos, yo ya tengo plan. Les cuento. A partir del tercer whisky, Max y yo empezamos a elucubrar sobre el paraíso: y elegimos el nuestro, nos prometimos ir a las timbas mafiosas de Frank Sinatra y a las clases de artes marciales de Elvis Presley, decidimos hacer prácticas en las bacanales a las que Toulouse Lautrec sólo iba a mirar y, sobre todo, juramos no perdernos ni un concierto: Jimi Hendrix, BB King, Edith Piaf... yo qué sé, Michael Jackson, David Bowie... puede que hasta Antonio Vega, a ver si por fin no me aburre.

El apocalipsis me pilla preparado. He sido feliz y tengo cervezas enfriando en la nevera. Hay una pila de libros por leer, Spotify mantiene su catálogo intacto y, si sobrevivo, he hecho planes para una chica de ayer. Que suene la música.