El Covid-19 (no hay más remedio que empezar así una columna) está poniendo de relieve, destapando, muchas de las vergüenzas de la Administración que hasta que no se ve sometida a situaciones críticas, como lo es la actual, no se (re)conocen.

Es aquí y ahora, en este brete, en donde el poder del Estado, en realidad los poderes -el preciso bisturí de Gustavo Bueno distinguió dieciocho poderes-, se la juega totalmente. Es el leviatán estatal (el poder civil, decían los clásicos) la única y última instancia que puede neutralizar una situación así.

No hay interés particular (ni individual, ni familiar, ni empresarial) que valga, de tal manera que toda ideología liberal, en sus distintas variantes, se desmorona ante el avance del Covid-19. Sólo el Estado puede desplegar y movilizar medios de todo tipo, así como a la propia población, hasta donde sea necesario, siempre teniendo en cuenta, claro, que los recursos son limitados. No es el "camino de la servidumbre" el que representa el Estado, sino el camino de la "salvación", principalmente porque no hay otro.

Cuando en el año 480 a. C. los persas invadieron Atenas, y el Ática entera, Temístocles trasladó a toda la población ateniense (niños y ancianos, sobre todo) a los barcos (una acción que cualquier liberal debía acusar, sin duda, de intolerable intervencionismo), para ser protegidos detrás de la isla de Salamina, en el golfo Sarónico, frente a la amenaza de la flota persa. Aun sin territorio, el Estado (superviviendo en las órdenes de Temístocles, y en la obediencia de la población) era el último muro de contención para proteger a la nación ateniense, con todo el territorio invadido.

La cadena del mando y la obediencia atenienses no se habían roto, por decirlo de algún modo. La victoria frente a la armada persa pudo devolver a los atenienses a sus casas, y se pudieron restituir sus propiedades. Mientras tanto, al otro lado de la isla Salamina, aquellos barcos eran Atenas.

Esa ideología del "hombre que se hace a sí mismo", y que ve al Estado como un constante obstáculo para el desarrollo de la libertad individual y económica ("spenceriadas", llamaba Unamuno a esta visión), se derrumba como absolutamente falsa ante la invasión, no de un regimiento de enemigos atravesando una frontera, sino ante unos microorganismos (y, según algunos, ni siquiera), que se propagan rápidamente poniendo patas arriba la vida social española. Y falsa quiere decir, aquí, a-práctica, imprudente: el "sálvese quien pueda" (anarco-capitalista) resulta -y en estos casos críticos se ve con plena claridad- completamente impracticable, poco menos que ridículo.

Esperemos que el cuerpo político y social español permanezca cohesionado y firme (frente a los muchos factores que buscan su descomposición), y pueda combatir con eficacia lo que ya es, a todas luces, la mayor pandemia que se ha producido desde 1918.

Dudo que aquí, ante esto, y a pesar de la miseria sectaria en la que viven muchos políticos españoles, la salida sea la de mirarse el ombligo autonómico.

También es verdad que los obstáculos administrativos derivados de ese ombliguismo están ahí.