La igualdad es un derecho que las sociedades avanzadas les reconocen a todos sus ciudadanos, con carácter universal. La necesidad de garantizarlo, para que no quede en declaración de principios sin valor, es la que impone la promulgación de leyes que favorezcan la igualdad real entre hombres y mujeres, sobre la base de que estas han estado históricamente y hasta fecha muy reciente postergadas o muy postergadas —dependiendo de la sociedad de la que se trate y del ámbito que se analice— con relación a los varones. En ese eje se sitúa un feminismo que a estas alturas muy difícilmente puede suscitar controversia.

Sólo desde percepciones averiadas o muy averiadas puede aspirarse a mantener desigualdades que, además de ser injustas con las mujeres, por el hecho de serlo, representan un notorio desatino desde el punto de vista del aprovechamiento de todo el potencial de una comunidad humana. Para apreciarlo, basta con analizar en qué lugar respecto de los indicadores de prosperidad y desarrollo se encuentran los países que se empecinan en tratar a sus mujeres como ciudadanas de segunda categoría.

A partir de ahí, y dentro de la cuarta ola feminista que es la que ahora se expande por el mundo, con esa dimensión global que en nuestros días tienen los fenómenos humanos —ya sean las ideas, los dineros o los virus—, hay una gran variedad de aproximaciones, que no sólo suscitan diversos grados de rechazo desde posiciones situadas extramuros del feminismo, sino que han dado lugar a confrontaciones más o menos virulentas entre las propias feministas, llegando en algún caso a la reyerta.

Para ilustrarlo, véase la actual imposibilidad de consenso feminista sobre un asunto como la prostitución —que implica la reducción a mercancía de la mujer y propicia violencias extremas contra ella—; o la guerra sin cuartel desatada entre el feminismo que acepta la plena inclusión de las mujeres trans en su corpus reivindicativo y el que rechaza esa ampliación por ver en ella un submarino infiltrado por el patriarcado para hundir la nave.

En medio de la confusión, quizá sea oportuno recordar que otra de las funciones del Estado, además de promover la efectiva igualdad reconocida a todos, es dar amparo a los vulnerables, ya que estos no disponen de una protección alternativa: si falla el Estado, quedan a su suerte, es decir, a merced de los que son más fuertes que ellos.

Todavía hoy, irrealizada aún la igualdad efectiva, ser mujer es a menudo una forma de vulnerabilidad, pero ni mucho menos la única. Ser pobre, ser anciano, ser un niño, estar enfermo, ser algo ajeno a la convención o la pauta social más común, son otras tantas formas de vulnerabilidad, que en muchos casos se experimentan de forma cumulativa.

Hay una ética de la igualdad, pero para complementarla y aquilatarla no está de más practicar la ética de la vulnerabilidad: si alguien es vulnerable, tal vez sea mezquino negarle el amparo por no encajar del todo en un apriorismo ideológico, sea el que sea. No hay igualdad posible desde la vulnerabilidad ignorada.

Cualquier política de igualdad debe comenzar, justamente, por procurarla a quien en virtud de sus circunstancias se encuentra más expuesto al abuso. Si no, se convierte en ciega formalidad o, en el peor de los casos, en coartada de nuevas injusticias.