Weinstein condenado, la confesión de Domingo, el beso a la periodista canaria, las declaraciones de la cantante Duffy, el asesino de Fuenlabrada, el asesino de Aznalcóllar (por qué no se suicidan antes, en lugar de después, es un misterio).

Todo esto después de un plumazo ligero sobre las noticias. La punta del iceberg. Para que luego algunos nos llamen exageradas. Sabré que lo he hecho bien si leo el adjetivo en alguno de los comentarios debajo de esta columna. 

Lo bueno es que ya sabemos que estamos jodidas, ese es el primer paso siempre: reconocer el problema, la enfermedad. Llevamos jodidas miles de años, no esperemos solucionarlo de un día para otro. Y tengámoslo claro: esto lo vamos a apañar nosotras. El que está cómodo en su posición, salvo contadas excepciones, no hará nada por modificar el statu quo.

Escribía hace unos meses sobre un informe del FMI donde se afirmaba que, de repartirse las tareas domésticas equitativamente, el PIB crecería en, al menos, un 4%. Como si al que se rasca la barriga apalancado en el sofá mientras la parienta pasa la aspiradora le importara el crecimiento económico lo más mínimo. A ella, a la de la aspiradora, también se la trae al pairo. Lo que necesita la de la aspiradora es tener los ovarios suficientes para mandar al de sofá a tomar viento, así reviente el PIB.

A lo que iba: estamos jodidas. Pero lo común ya no nos parece tan normal, aleluya, ya era hora. Han sido necesarios cientos de años, muchas muertes, mucha desigualdad, mucho asqueroso indemne, mucha denuncia, mucha manifestación y mucha valentía para que se escuchara alguna vocecilla a la que luego se sumó otra, y luego otra y luego otra y así esto se convirtió en una verdad ensordecedora: estamos jodidas y no queremos estarlo.

Ese es el segundo paso: la voluntad de cambiar las cosas. Las que nos joden, digo. Porque a las personas no las vamos a cambiar. Al del sofá, digo. Al de las puñaladas de Fuenlabrada. A los que abusan de su poder para meterse bajo nuestras faldas, qué desgraciados.

El tercer paso sería identificar hacia dónde queremos que vaya la verdad ensordecedora. Porque cuando lo analizamos a vista de pájaro no hay duda: igualdad en el trabajo, en casa, en la vida; respeto en el sentido más amplio de la palabra; supervivencia, que siempre está bien lo de que no te maten; libertad de acción y omisión, etc.

Pero cuando apuntamos con el objetivo a lo concreto, cuando aterrizamos en los hogares, en las puertas de los colegios, en las oficinas, en los gimnasios, en las parejas, en los wasaps amenazantes y controladores la claridad se nubla: lo que triunfa como estandarte de la causa, fracasa en la intimidad.

De nada sirve que enarboles una pancarta si tu marido no entra en la cocina; para qué reivindicar de boquilla si siempre es la misma la que va al pediatra; no protestemos en las calles si aceptamos sin rechistar los comentarios de andamio. Nada grande se va a mover si no empujamos en la misma dirección desde que nos levantamos hasta que nos acostamos: en el dormitorio, en el salón, tras el mostrador. 

Arrastramos piedras que llevan siglos aposentadas en nuestros inconscientes. Difícil identificarlas y difícil desenterrarlas.

El del sofá, Weinstein, Domingo y los asesinos empezaron por asomar levemente un día con su machismo y su hijoputez. Nadie les paró. Luego salieron de sus madrigueras. Nadie les paró. Corrieron tras sus víctimas y nadie les paró. Las machacaron vivas. A algunas, muertas.

No dejemos que se asomen, detengamos al energúmeno ante el primer estorbo. A la primera palabra, al primer atisbo de control. A la primera mano acercándose donde no debe. Desde hoy y cada día, todo el rato, donde sea.