Siento la necesidad de escribir esta columna el último día del año. Me gusta que los textos duerman y recuperarlos al día siguiente, con otros ojos. En este caso será, además, el año siguiente. Qué curioso esto de los números y los meses y las vueltas que da la Tierra y la vida con ella.

He comenzado la mañana con una clase de yoga. Desde hace un tiempo, me esfuerzo en terminar y comenzar los años tal y como me gustaría que fueran todos los días, y a mí me encanta estirar, permanecer presente, caminar tranquila, aunque casi nunca lo consiga. Hoy sí, hoy he respirado a fondo, concentradísima, con la firme intención de que lo que no necesito se quede en el 2019 y así dejar espacio para todo lo que quiero en el 2020, que es mucho.

Al llegar a la oficina, más de lo mismo: trapo en una mano, bolsa de basura en la otra. Como una patena la he dejado. Me relaja lo limpio. Hasta el teclado sobre el que escribo reluce. Le he cambiado el agua a las flores y, de paso, he bebido mucha, para depurar al máximo. Hoy voy a comprarme un teléfono nuevo y ya veremos si le traspaso algo del anterior, tengo que pensármelo. Esta noche me frotaré bien con un exfoliante (adiós piel del 2019) y estrenaré vestido, tacones y perfume. Ay, la importancia de los olores. Quiero que mi 2020 huela a descaro, sorpresa y libertad. A nuevo.

No hay nada más excitante que lo desconocido: probar sabores diferentes, vestir como nunca lo hemos hecho, hacer nuevos amigos, besar a desconocidos. No hay nada más extraordinario que estrenar labios, que los besos nuevos cuando son besos buenos.

La mudanza de la piel externa es sencilla: frotar, tirar, ordenar, perfumar. Lo complicado es deshacerse de la casquería, estrenarnos una y otra vez, liberarnos de nosotros mismos, despeinarnos el alma, que ya está harta de tanto estirón, tanta laca y tanto moño incómodo. Lo difícil es abandonar la nostalgia que sentimos incluso de aquello que nos ha jodido la vida. Por favor, que el arrepentimiento sirva para algo y que ese algo consista en no volver a arrepentirnos de lo mismo; que la porquería del 2020, al menos, sea nueva.

A veces, levantarnos y comprobar que ya no somos quienes éramos ayer puede resultar un alivio. De nada sirve reformar lo de fuera si por dentro andamos ciegos y sordos.

Reconciliarnos con lo que nos ha construido y no dejar que eso mismo nos destruya. La destrucción, a veces, muchas veces, llega por no moverse. Por permanecer anclados a aquellos que no nos cuidan o no nos permiten cuidarnos, porque no sabemos que es nuestro derecho hacerlo. Probablemente, si lo tomáramos como una obligación, lo cumpliríamos, porque así somos, nos corroen los "tengo que". Ojalá en este año los sustituyéramos todos por millones de "Quiero". Ojalá queramos mucho y bien. Y nuevo. Esto, mujeres, va sobre todo por nosotras, que nos diluimos en las obligaciones para y por el prójimo hasta unos límites vomitivos. Revolucionémonos contra nuestra propia dictadura. Avancemos descalzas de pies y de sesera. Quedémonos en la queja lo justo y suficiente para escupirla y recuperar el brillo que nunca debimos perder.

Deberíamos inventar nuestra propia historia y que sea nueva cada mañana, con ingredientes frescos y originales. Tomar una silla prestada para percibir la realidad y quedárnosla si nos gusta. Mirarnos con otros ojos, un poquito más amables, pero también más exigentes: mueve el culo, que la vida es corta y ya estamos en el 2020.