La sesión de constitución de las Cámaras del martes fue la constatación de que si en política no hemos tocado fondo sólo es porque los círculos del Infierno son casi infinitos.

Puede que sea cosa de la profesión (vocación, pasión), pero los historiadores nos negamos a tratar los hechos sin tener en cuenta el conjunto. Antecedentes, marco y todo eso que nos lleva a querer entender lo que ocurre sin imaginarnos que cada día es sólo una nueva portada de periódico o un titular en la tele sin nada que ver con todo lo anterior.

Yo he tenido la suerte además, de vivir en primera persona durante cuatro años, parte de la Historia y de las historias que nos han llevado hasta aquí, con todo lo que eso implicó –en esos años– de honor, de responsabilidad y de rendición de cuentas ante la gente a la que representaba y que me pagaba el sueldo.

Si soy, en tanto que ex senadora, Excelentísima de por vida y si se me trataba de “Señoría”, fuese o no merecido el tratamiento, en ningún momento olvidé que mi dignidad era la dignidad de la Cámara y que eso pasaba por tenerle un respeto en el fondo (con mi trabajo) y en las formas.

En 2011 se jaleaba el “rodea el Congreso”, con frivolidad, con aire de flor de un día o con ilusión, sin parar mientes en que era el primer golpe de piqueta contra la institución. Luego entraron en ella los indignados, la nueva política, los Adanes (y Evas) de la Democracia y descubrimos que no venían a regenerarla sino a sacar partido de sus peores vicios y así, de victoria en victoria suya, hasta la derrota final, o hasta convertir las Cortes en lo que –ahora sí– apenas nos representa.

Recuerdo cuando llegaron los primeros senadores de Podemos. Julio de 2015. Sus fórmulas de acatamiento ya fueron de Aurora Boreal (“me comprometo a luchar por el cumplimiento de los derechos humanos de Andalucía, España y la humanidad por encima de cualquier otro interés” y otras frases semejantes) eso sí, todas acababan con la fórmula “con esa premisa prometo acatar la Constitución”.

En 2015, aunque se inauguraba la fase de demolición institucional, aún quedaba algo de decoro y las fórmulas creativas con esa coletilla final apenas se distinguían del “imperativo legal” con el que los separatistas juraban su cargo desde que el Tribunal Constitucional les diese la razón, contra el criterio del para entonces presidente del Congreso, el socialista Félix Pons.

Se había permitido eso, como se permitía que ERC hablase y presentase iniciativas en nombre de un ente imaginario llamado Países Catalanes o HB, Sortu, Bildu o como se llamase en aquel entonces, lo hiciese en nombre de Euskal Herria. No parecía importante. Hoy se ve que sí lo es.

La primera acción de la cuadrilla del podemita Ramón Espinar fue preguntar dónde comían los trabajadores del Senado para hacerlo con ellos (y así solidarizarse con el proletariado de la Cámara alta, clase oprimida a todas luces). La respuesta estuvo a la altura de la demagogia de la propuesta y nos procuró una semana de chufla: los trabajadores del Senado comían exactamente en el mismo lugar en que lo hacían los senadores. Y es que –como diría Oscar Wilde– “ser natural es la más difícil de las poses”.

En cualquier caso, en cuanto entraron por la puerta grande –su jefe, al frente–, tras las elecciones del 20 de diciembre del mismo año, quedó claro que la moqueta iba a estar unida a sus destinos a ser posible para siempre, pero no así las obligaciones del cargo ni la dignidad del mismo. Por eso, a pesar del gustillo del “Señoría” pronunciado por un ujier uniformado, no estaban dispuestos a corresponder ni con su aspecto, ni con sus obras lo que había en esas exquisitas maneras de los trabajadores de las Cámaras.

La cuestión es que puede prescindirse de la liturgia cuando los hechos son suficientes para honrar la institución. Pero cuando ni hay liturgia ni hay hechos, la institución se convierte en una cáscara vacía y su valor representativo es nulo.

Por eso, perdido el respeto a las formas y al fondo, las Cortes se convierten en una mala broma a costa del contribuyente. Se permite insultar a la Soberanía Nacional, reírse de los españoles, ver a casi lo peor de la sociedad, lo más cainita, lo más lábil intelectualmente, fingir que nos representan. Y mientras, utilizar sus despachos para culminar la enésima traición a la integridad territorial de España y a su legalidad, a cambio de un “o César o nada” en el que lo que ganen unos lo perderá la Nación.