Nata Moreno era actriz. Ella actuaba en obras de teatro, se iba de gira, hacía pelis. Todo le iba estupendamente. Un buen día, las ofertas dejan de llegar, un clásico en los oficios artísticos y en los no artísticos. Se queda embarazada y se ve invadida por las maravillas, el miedo y las incertidumbres que ello conlleva, y que se unen a las propias del desempleo.

La pareja de Nata se encontraba en el mejor momento de su carrera: reconocimiento, viajes, triunfos a tutiplén. Él va directo a la luna mientras ella espera en casa, comiéndose el coco, sin reconocer demasiado ni su vida ni su cuerpo. Quién soy y qué voy a hacer. En medio de su maraña mental, Nata se planteó la separación con el padre de su barriga, o no, o sí, o qué.

En una de esas tardes de espera y sarao mental, Nata recibió veinticinco cajas que provenían de Beirut. Su suegro había fallecido y, entre cartones, dormían más de cuarenta años de fotos, grabaciones y recuerdos de ese hombre que se lanzaba en cohete camino al estrellato. Ya en el estrellato mismo.

- Lo que me faltaba era una montaña de cosas viejas estorbando en la habitación del bebé. Voy a abrir esto, me quedo con cuatro trastos y el resto lo tiro.

Caja tras caja, Nata desenterró la historia de aquel abuelo armenio que en 1915 se salvó de genocidio gracias al violín que pusieron en sus manos unos músicos. Tú di que eres parte de la orquesta y no tendrás problemas. Rescató la pasión de un padre que, enamorado del instrumento, lo colocó en las manos de su hijo de tres años. Compartió el dolor de una madre que vio como un chaval de quince años emigraba a Alemania para ingresar en uno de los conservatorios más importantes del mundo. Beirut y sus bombardeos no eran lo que un prodigio de la música necesitaba.

Ya sé lo que voy a hacer con mi desasosiego: convertiré mi maraña cerebral y estas cajas en un documental. Contaré la historia del mejor violinista del mundo y quizás así le entienda mejor a él y a todo esto que me está pasando. Mi marido es Ara Malikian y yo necesito reinventarme. No he cogido una cámara en mi vida, no tengo equipo, no sé cómo hacerlo, pero lo haré.

Nata pasó los siguientes cinco años dibujando esa historia que se entrelazaba con la suya incluso antes de conocer al genio del pelo rizado. El violín salvó a aquel abuelo armenio, salvó a Ara en muchos momentos y ahora la salvaba a ella de diluirse entre aplausos ajenos, soledad y biberones.

Ella quería, como muchas, ser feliz. Nada más y nada menos. Para conseguirlo, se agarró a una cámara; escaneó, en su casa, una a una, todas las fotos que aparecerían en su documental. Se sentó al lado de un montador, durante seis meses, diez horas al día: esto sí, esto no. Viajó a Beirut, a Alemania, a Armenia en busca de las piezas que le faltaban a ese puzle que completaba la historia de los antepasados y de los que estaban por venir.

Se enfrentó a las dificultades que conlleva el exprimir las emociones de quien no las manifiesta con facilidad. La comunicación con alguien que se expresa casi exclusivamente mediante unas cuerdas no es fácil, para nada. Nata ensobró, el pasado miércoles, todas las invitaciones que se entregarían en el preestreno de su obra a la puerta de los cines Callao.

En estas historias, la de Nata y la de Ara, rebosantes de amor y de honestidad, sorprende la mirada inocente de un hombre cuya vida da para otras diez películas; la disciplina, la pasión y las ganas de aferrarse a un propósito impregnado de significado. Nata Moreno, ahora directora, ha creado una aventura vibrante, entretenida y conmovedora. Una vida entre las cuerdas nos regala kilos de inspiración, disfrutémoslos.