Estipula Cicerón —conviene recordarlo de vez en cuando, ya que la lectura de los clásicos en nuestros días y entre los que nos gobiernan no es una práctica extendida— que pueblo no es cualquier conjunto de hombres reunido de cualquier manera, sino la multitud asociada por obra de un mismo derecho, que sirve a todos por igual.

No es ese el pueblo que tienen en mente quienes desde hace años instigan y persiguen la formación de una república catalana independiente, y lo dejaron bien patente al redactar unas leyes que complacían sobremanera a quienes comulgan con sus ideas al precio de reducir a la nada a quienes no las suscriben. Lo suyo es más bien la amalgama de adictos, dispuestos a poner la república así instituida al servicio de su particular visión y a renunciar a que unas leyes dictadas para el bien común sean garantía suficiente del derecho de todos.

No es extraño que quienes postulan ese concepto de pueblo tan poco ciceroniano —y tan poco pueblo, y tan movimiento— vean a la Guardia Civil como su enemiga, y protesten de forma destemplada cuando su máximo responsable en Cataluña dice que los agentes bajo su mando están ahí para hacer que la ley que sirve a todos se cumpla, lo que incluye andar alerta para impedir que bajo una propaganda amable medre la tentativa de ayudar con la violencia a la instauración de una república en la que tantos se verían constitucionalmente desamparados.

Los que ya tenemos unos años sabemos que por desgracia esa no es una hipótesis calenturienta: proyectos similares se han alentado por razones análogas y no hace tanto en algunas fracciones del territorio; también en Cataluña y bajo muy parecido ropaje.

Trabajar para impedir que eso suceda no es ponerse a las órdenes de una ideología, sino pura y simplemente estar a lo que un cuerpo de seguridad se debe: al servicio de la ley, que es el de todos los ciudadanos asociados en torno a ella y protegidos por ella por igual.

Que la ley común española protege incluso a los que se proponen dejarla sin efecto lo prueba el hecho de que no sólo les permite expresarlo a diario, sino dirigir el gobierno de sus asuntos; incluso encomendarlo a quienes no se encuentran ni capacitados ni predispuestos a gobernar, porque prefieren la agitación y la división de la sociedad que los remunera. Ahora bien, una cosa es estar protegido por una ley y otra aspirar a que esa ley permita que se transiten atajos para abolirla.

En definitiva, el general que hoy manda la Guardia Civil en Cataluña no hace nada distinto del que la mandaba en julio de 1936, el también general de brigada José Aranguren Roldán, quien por defender la legalidad republicana —que era en esos días el derecho común al servicio de todos— y la vigencia de la Generalitat —a cuyas órdenes estaba por ley— murió fusilado con el visto bueno de Franco a los pocos días de la victoria.

La desmemoria interesada y selectiva de quienes hoy están al frente del gobierno catalán les ha permitido no recordarlo jamás, pero es bueno que aquí lo recordemos. Entre otras cosas, para que no suceda que, ante los ataques de un lado, quienes se deben a la seguridad y el derecho de todos escuchen los cantos de sirena que les llegan desde otros, que sólo persiguen utilizarlos y que los apartarían del fin que constituye su entera razón de ser.