En su libro Effortless Mastery, el pianista Kenny Werner escribe de música; de cuáles deberían de ser las razones por las cuáles tocar; qué hacer si pretendes convertirte en un buen músico; de qué motivaciones escapar; pero también habla de la importancia de tratarse bien a uno mismo. Y este no es, en absoluto, un asunto menor. De hecho, debería ser uno de nuestros primeros axiomas y una de nuestras mayores responsabilidades. Pero no es así: olvidamos tratarnos con cariño muy fácilmente. No importa tanto la música, ni siquiera para este genio del jazz; no importa tanto ninguna otra cosa: tratarnos bien, esa es la clave. O al menos una de ellas.

Nos sometemos al mundo de la vida liviana, al de las cosas facilonas, a la búsqueda de resultados inmediatos para fines no menos fugaces. Y eludimos fijar la atención en aquello que verdaderamente importa. Como fluir por nuestra existencia con serenidad; como prestar atención a nuestras necesidades profundas; más importante aún, como preocuparnos por satisfacerlas. La mayor de ellas, en el fondo, es la de tratarnos bien.
Pero seguimos creyendo, muchos lo hacen, que el consumismo genera felicidad, aunque no lo haga. Hasta Adolfo Domínguez, uno de diseñadores y empresarios que nos animó a consumir prendas con estilo, considera que la sociedad de consumo actual es ya “insostenible”. Seguro que tiene razón. Seguimos fundamentando nuestra evolución en el aumento de la productividad en los distintos campos, en el desarrollo tecnológico, en lograr que los iPhones o su competencia hagan cada vez más cosas; pero en absoluto nos inquieta hacer nosotros las mismas que ya se propusieron hace siglos: amarnos correctamente a nosotros mismos.

Por supuesto, por ese afán -y esos recursos-tan importante que ponemos, las máquinas son cada día más sofisticadas y más completas. Cualquier día de estos se rebelan y nos hacen un coup d´etat. Ya no niega John Etchemendy, el ex rector de la Universidad de Stanford, que es una posibilidad que la inteligencia artificial nos arrebate el control. Eso ya no es imposible, y si ocurre será porque los humanos habremos hecho mal, explica. Pero claro, ¿cuál es la probabilidad de que hagamos algo mal? Casi habría que preguntarse lo contrario: ¿cuál es la probabilidad de que no hagamos mal algo tan importante?

Sí, habría que empezar por nosotros mismos. Porque, ¿de quién podemos ocuparnos con el amor pertinente si no lo hacemos de nosotros mismos? Peor que eso, aún, es que resulta extremadamente sencillo ser nocivo para los demás si ya lo somos, con tanta frecuencia y tanta facilidad, hacia nosotros mismos.

Mahatma Gandhi sostenía que la relación entre el cuerpo y la mente es tan íntima que si uno se descompone, sufren los dos. Por eso, también, no podemos descuidar ese trato: el desbarajuste en cualquiera de los campos supone el suicidio de ambos.

Werner continúa siendo una inspiración para todos los que desean convertirse en grandes músicos. Antes de optar a semejante posibilidad, sin embargo, si quieren elevarse gracias alas enseñanzas del genio de la improvisación, entonces deben de cumplir con esa otra premisa que él exige, y que es tan esencial como dominar cualquier otra materia musical: ser bueno con uno mismo.