A los disparos sobre la isla de Utoya llegamos los espectadores avisados. En 2011 alguien decidió pasarse una hora matando adolescentes concentrados en un campamento político. Arranca cuando suenan las pequeñas explosiones en la lejanía del claro, pasan luego a los caminos, dentro del bosque, sobre el mar, marcando el recorrido mortífero del asesino disfrazado de policía. Corretean los niños entre los árboles, centrifugados por las balas, huyendo de la puntería del tirador que días después, reconstruyendo la matanza, apuntaba de salón sobre los fantasmas de los muertos justo en el mismo terreno que sacó de contexto: montó una carnicería donde discutía el futuro político de Noruega.

No se ve al terrorista porque verle supone morir, pero se escuchan las pisadas del gatillo, las huellas en estéreo de la apisonadora aplastando ideas y aspiraciones en cuerpos todavía sin hacer, sobre los que la tragedia cae como si llovieran bloques de hormigón. Sobre la isla se mezclaron durante una hora las proyecciones prometedoras de los jóvenes, sus familias, la ventana abierta de la educación, el sintagma nórdico del desarrollo, el primer mundo supurando en los debates políticos, con la oscura realidad del asesino, un ser consumido, radicalizado, la fuente pura del odio, insignificante ante las promesas de sus objetivos. Sólo el rifle redujo la distancias.

Es imposible separarse del islote invernadero plagado de tiros por donde la cámara sigue la pista a los supervivientes, no hay escapatoria a la tensión que alcanza como una salpicadura de realidad desde la pantalla profiláctica: el veneno llega, a pesar de todas las distancias posibles, tan obvias, por la impresión de asistir a la reconstrucción de la lotería fatal de nuestra era. Que sobre una aglomeración donde somos un simple número nadie abra fuego es cuestión de suerte, comprobado cómo cada año algún grupo de gente gana sin haber jugado. Seguramente no ocurra nunca, la felicidad es inocente, pero a veces algunos tragos tienen el zumbido detrás, la mochila de lo inesperado, una leve preocupación por si es la última copa, el último roce de la brisa del verano, el último mensaje al destinatario de siempre.

Utoya tendría gracia si fuese un videojuego o simple ficción, la historia brevemente distópica de alguien armado al que le sobran oponentes ideológicos. Ocurre que en el lugar ocupado por el plano secuencia hubo alguien de mi edad haciendo todo lo posible por salir vivo del campamento ratonera. Utoya no daría tanto miedo si en lugar de un pistolero rubio mal afeitado el director hubiera colocado un monstruo extravagante, si fuese una película de terror convencional con borbotones de sangre. La sencillez asusta porque la normalidad es así de frágil.