Si alguna vez deben escoger entre enfrentarse a un toro resabiao o a un grupo de veinte estudiantes de periodismo, no lo duden y empiecen a ensayar las chicuelinas. Y eso que yo iba avisado. "Saben quién eres y te van a romper las piernas" me había advertido Toni Sust, periodista de El Periódico de Cataluña, después de invitarme a una charla con sus estudiantes de la asignatura Géneros de opinión de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. "Llegan todos aquí con un 9,5 o un 10 de nota" me dijo luego. Lo que me faltaba: insurrectos avispados. El peor adversario posible.

La excusa de la charla era el artículo Las 35 reglas de escritura que todos los columnistas deberían grabar en mármol. No se habían cumplido ni siquiera los primeros cinco minutos de clase cuando ya me había dado cuenta de que a la lista le faltan tres reglas. La 36: "Nunca escribas nada que no seas capaz de defender cara a cara frente al agraviado". La 37: "Todo lo que escribas de forma sarcástica será interpretado literalmente". Y la 38: "Puede que te creas más listo que 99 de cada 100 lectores, pero Dios castiga a los periodistas haciendo que se tropiecen cada día con el que hace cien".

No hubo una sola pregunta de los estudiantes que no fuera más inteligente que lo que yo preveía. "Tu sorpresa viene de que tu personaje piensa que la juventud es tonta y te ha contaminado" me dijo una amiga. 

En realidad, yo no pienso que la juventud sea tonta. Si mi personaje finge desdeñar a los jóvenes no es porque dude de su inteligencia, sino para mantener vivo ese viejo ritual de iniciación que obliga a los adultos a menospreciar a los jóvenes para que estos disfruten del privilegio de rebelarse contra sus mayores. Es ley de vida.

Yo le expliqué a los estudiantes que lo de mis columnas es un personaje. No un personaje inventado desde cero, pero sí una parte de mi personalidad exagerada hasta la hipérbole. Y una de las estudiantes preguntó: "¿Y no te da miedo que ese personaje acabe comiéndose tus textos no opinativos?". Muy fina, la pregunta. Y muy cabrona, también. Acabar devorado por tu personaje y encasillado en el papel de villano es, efectivamente, el riesgo que conlleva utilizar según qué recursos.   

Luego, otra estudiante preguntó: "¿Y te parece bien borrar tus tuits para que la gente no pueda responder a lo que dices?". Observen el refinado maquiavelismo de la pregunta, que no sólo incluye su propia contestación para obligarte a parecer culpable negando una acusación explícita, sino que te coloca en la difícil situación de negar que esa sea la respuesta, cuando es obvio que sí es parte de la respuesta. Porque todos borramos tuits en parte para ahorrarnos problemas.  

Volví a casa pensando en cuál era la otra parte de la respuesta. Y llegue a la conclusión de que también borro mis tuits para que el Cristian Campos del pasado no esclavice al Cristian Campos del presente. Ya sería irónico tirarme la vida batallando contra las cadenas de la tribu, de la genética y de los consensos morales de la masa para acabar atado por los grilletes ideológicos que yo mismo forjé hace años. El derecho al olvido debería ser sobre todo el derecho al olvido de uno mismo. Tengo derecho, en fin, a no estar de acuerdo con el Cristian Campos de ayer. ¡Si ni siquiera estoy seguro de que seamos la misma persona!

Un estudiante me preguntó por qué despotrico del estilo literario si he creado un personaje literario que utiliza figuras retóricas literarias. Y tenía razón, por supuesto. Le contesté que soy el primero en desobedecerme a mí mismo. Mea culpa.

Otra estudiante me preguntó cómo sé que mis fuentes no me mienten. La respuesta académica es "porque compruebas la información por triplicado". La respuesta real es que siempre hay un salto al vacío y que la confianza en una fuente se basa tanto en hechos objetivos como subjetivos. El menor de los cuales no es, por cierto, la afinidad ideológica con la fuente.

Con diferencia, los temas más polémicos fueron aquellos en los que yo discrepaba con más fuerza de los estudiantes. El primero, la responsabilidad social del periodismo. "¿No te preocupa la posibilidad de que ese estilo provocador transmita una imagen de conflicto social que no se corresponde con la realidad?" me preguntó una estudiante.

También tenía razón. ¿Por qué desdeño tan vehementemente la idea de la responsabilidad social del periodismo cuando es obvio que los textos que escribimos los periodistas tienen una influencia en la realidad y además soy plenamente consciente de ello porque lo he comprobado en primera persona? 

En realidad, nuestros puntos de vista no están tan lejos el uno del otro. Yo considero que el periodismo es política sin responsabilidad y ella que el periodismo es una herramienta que es legítimo utilizar para modelar la realidad. Si lo quieren, mi punto de vista es la versión cínica de su idealismo

El segundo tema polémico fue el tema polémico por antonomasia: el feminismo y la supuesta existencia de un sistema de control social llamado patriarcado y que dos de las estudiantes, muy guerreras y muy astutas, definieron con un discurso trabado con acero de barco. Esto daría para otra columna entera y creo que lo voy a dejar para otro día porque el espacio es limitado. Sólo les diré que el punto de partida del debate fue la expresión echarle huevos que yo había escrito en uno de mis textos. 

Dos conclusiones finales.

La primera: ellas hablan, preguntan y te retan mucho más que ellos. La diferencia de nervio es abismal entre unas y otros. 

La segunda: me llevaría sin dudarlo a media docena de esos estudiantes a EL ESPAÑOL para comprobar cómo se desenvuelven lejos del cálido útero de la universidad y las teorías académicas. Pero, sobre todo, para comprobar qué tal negocian sus principios con la realidad

Eso sí. Deberían escribir "políticos presos" y no "presos políticos". Por mis huevos. O por mis ovarios