Ha sacado el carpetón para poner los dientes largos a un señor que acaba mostrando un apetito obsesivo por el pasado. "Son los papeles secretos de la República", bautiza el chamarilero con inequívoco afán comercial. "Vamos arriba y te los enseño". Pero el cliente, cansado de artimañas y eslóganes que luego resultan filfa, le apremia a desnudar el presunto tesoro: "No me toques los cojones, no voy a subir. O me los enseñas aquí o nada".

Son las dos del mediodía a orillas de una almoneda en las calles de una ciudad vieja. El carpetón es gris. Lo sueldan dos cuerdas granates, que oprimen las tapas como un corpiño decimonónico. Desbaratado el nudo, asoma un buen puñado de folios amarillos. Muchos de ellos con una firma en la parte inferior. Al primer vistazo, el cliente que no era transpira unas ganas desmesuradas de serlo. "¿A ver? Déjame, déjame". Y el chamarilero le acerca y le aleja "los papeles de la República" en un contoneo que no hace ni puñetera gracia al sujeto, de gabardina blanca y blasfemia en la punta de la lengua.

Cuando por fin los agarra, acerca el hocico y los va describiendo en voz alta: "Unos están a escritos a mano, otros a máquina... ¿Quién es toda esta gente?". El anticuario asoma las manos a través de las mangas interminables de un abrigo verde y recupera su botín con una brusquedad que patina en la frontera de la educación: "Ya me los he leído. Uno por uno. La mayoría son monjas y frailes asesinados durante el verano de 1936. Una librería me da ochocientos euros".

El cliente vuelve a extender las manos en señal de súplica y el chamarilero le concede otra lectura desde su taburete al borde de la carretera. Ésta de dos o tres minutos. Cada expediente, legajo o como quiera que se llame contiene una ristra de apellidos. Su propietario se niega a desvelar la procedencia. Otorga importancia al hallazgo. Con una ecuanimidad obligada por su experiencia en los rastrillos, deja entrever que también vendió en su día las huellas de los excesos falangistas y carlistones.

La escena transcurre sin cortinas, en plena acera, ante el explícito desinterés de quienes esquivan a los dos protagonistas. Escuchan "asesinato", "fusilamientos", "fosas"... Y pasan de largo. Dice Trapiello que la gran tragedia de la guerra es que los hijos de los combatientes nunca sabrán lo que pasó. Una realidad sellada por dos circunstancias: el silencio de los supervivientes -el intencionado de los vencedores y el arrancado a los vencidos-... y el alarmante desentendimiento de las nuevas generaciones. A veinteañeros y treintañeros la Guerra Civil ya nos suena a "reyes católicos" o "descubrimiento de América". Asesinos y asesinados nos resultan ajenos en la entraña, como si fueran meros rostros de película o novela.

Hay que hablar de la guerra, claro. Y no tanto de Franco. De sus atrocidades casi todo se sabe. El "es muy tarde para remover" es hoy la excusa, pero también lo fue en los ochenta. Nunca existió la oportunidad. Busquemos los papeles ocultos, que todavía son muchos. Los mapas de aquellos que fueron carne de cañón. Viven sus hijos, a punto de irse. Merecen asomarse a la fosa, recuperar sus huesos y descansar. ¿Qué importa el féretro de un dictador cuando miles de víctimas no tienen el suyo?