Muchos no querrán reconocerlo, pero el turismo entraña un alto componente filarmónico entre quienes calzamos menos de cuarenta. El nombre condena y ensalza a las ciudades. El patrimonio ha pasado a un segundo plano. Se viaja con el oído. ¿Cómo va a ser bonita Alcalá de Henares? ¿Ávila? Peor lo tiene Cuenca, víctima de refranes cabareteros. Si no suena bien, no se va. Y punto.

Puesta sobre el papel, esta forma de decidir rezuma estupidez, pero pregunten en los Ayuntamientos de las villas castigadas por su bautismo desafinado. Me lo confesó una amiga la semana pasada, caña de por medio. Manteníamos una de esas conversaciones blindadas, seguros de que ninguno iba a juzgar al otro. Claudicamos, reconocimos nuestro absurdo: ella viajó a Segovia casi por la fuerza y… le encantó. Yo hice lo propio con Ávila. Pero condujimos hasta allí porque no hubo otro remedio. En uno y otro destino nos topamos con quienes disfrutaron en directo del primer disco de los Beatles. Para elevar a regla nuestro parecer comprobamos que, efectivamente, nuestros amigos no conocían estas ciudades.

Decía Eusebius, crítico musical, que las palabras, igual que las melodías, alojan armónicos en su interior: “Nuestra imaginación domina tanto la inteligencia que muchas veces sólo esa cosa exterior, esa sugerencia de la palabra, es la que encuentra verdadero eco en nosotros”. 

Una verdad como un templo. Hagan la prueba: “Emperador”, “rajá” o “mariscal” vibran infinitamente mejor que “tendero”, “cargador” o “escribiente”. Llevémoslo al terreno geográfico. Comparen “Ibiza”, “Zahara o “Lanzarote” con las mencionadas “Ávila”, “Segovia” o “Cuenca”. Las segundas no tienen nada que envidiar a las primeras, pero la partitura de su nombre las condena al ostracismo. El joven tiene que sellar su viaje en Instagram y hablar de “Alcalá de Henares” no viste tanto como hacerlo de “Menorca”.

Por desgracia, el argumento no funciona a la inversa. Las bellas sólo de título no atraen el turismo que se les escapa a las preciosas de territorio, pero feas de nombre. Una prueba: “Santacara”. Cuando lo escuché por primera vez, imaginé un pueblecito al sur de España, con sus chiringuitos, su playa de arena pálida y un puñado de casas de colores en la costa. Ay. Todo lo contrario. Google invita. En este caso, una imagen vale más que mil palabras. Sólo apuntaré que, en verano, la temperatura santacarense puede superar la gaditana, pero no habrá mar ni tataki de atún como remedio.

Gracias a una mujer –como ocurre con casi todo en la vida– mi avería conoció la redención en un tren rumbo a Ávila. Desde entonces, he celebrado ese soplo de ¿madurez? en Alcalá, Segovia, Toledo y, este domingo, en Cuenca. Su barrio del Castillo, sus casas colgadas de la ladera, sus rondas al borde del río… Julián Marías la llamó “Venecia del aire”. Maldita sea, don Julián, ¿había que cambiarle el nombre para celebrarla? ¡Viva Cuenca!