En tiempo de banderas, que no son otra cosa que trapos maltratados por la política, quedan varadas las verdaderas patrias, aquellos trozos de tierra que se prestan desinteresadamente a que vislumbremos la felicidad a su costa. Ayer por la noche, desde el adoquín mojado, vi a lo lejos la estación de Atocha. Con su reloj parisino y sus viajeros a trompicones.

El tren que llega es la foto que inicia mi cartografía sentimental, pero también la de cualquier otro. Porque Madrid es una ciudad sin “madrileños”. En cinco años aquí no he encontrado a nadie con abuelos chulapos de padre y madre. Y eso la hace de arcilla, dispuesta a abrazar, a dejarse moldear por quien la toma con toda una vida por delante.

Madrid merece la pena desde el nombre. Se deja llamar y adjetivar en femenino. El mar tuvo peor suerte. Osada, se atreve a desdecir a Tolstoi. Aquí, ciertamente, las familias infelices lo son cada una a su manera, pero también las dichosas. Variada, probablemente injusta, ofrece arrabales, chabolas, palacios, jardines, lujo, gula, miseria… Todo perfectamente delimitado en un eje norte-sur, culpable de que el peatón no sepa alcanzar su objetivo si no es en metro.

Reconozco mi desconfianza, una extremada obsesión por los barrios de confort, pero esta profesión tan incómoda, notaria de la urgencia que decía Ruano, me ha empujado al Chinatown de Usera, las casas de ladrillo de Vallecas y las carreteras estrechas de Villaverde. Me alegra haber respirado Madrid en casi todas sus formas: la mesa de postín, el crimen, la droga, el Congreso de los Diputados… Sería ridículo decir que aquí se tiene más fortuna que en otra parte, pero no parece descabellado insinuar que Madrid se presta con eterna generosidad. “Ahora mismo siento que cualquier cosa puede tener influencia en mi vida; una estrella que corre, una luz que se apaga”, decía Águeda, la mujer rocosa de La casa de Aizgorri de Baroja. Y eso es esta ciudad: caminar consciente de que las oportunidades y los riesgos se esconden tras las esquinas.

Es difícil que Madrid no acoja a quien se esfuerza en arrimarse a ella. Está Malasaña, con su cacharrería, sus tatuajes, el museo romántico, los vinilos viejos y un río de cerveza. Luce Chueca, con su aire libertario de tercera república, la lucha ganada por la diversidad y los cafés de colorines. Aparece el barrio de Las Letras, con sus galerías, sus cuartillas en blanco y el ofrecimiento irrechazable de ejercer el dandismo sin miedo al ridículo. También Salamanca, con esa gente tan rica, vestida de misa y domingo, que uno no sabe de dónde ha salido. O Lavapiés, imbuido de cinco continentes, aguerrido, como si todas las revoluciones justas fueran posibles.

Madrid es mejor cuando las naciones se disuelven en el Manzanares y sólo quedan al sol las ganas de vivir. Probablemente sea una quijotada decirlo, pero a cada uno lo suyo. Firmado desde el Café Gijón, topicazo, pero insultantemente joven y con la esperanza de que los ojos cristalinos y la capacidad de sorpresa tarden mucho tiempo en desaparecer.