Escribo esta columna en la mañana del Día del Libro. Ustedes la leerán cuando esta celebración ya haya quedado atrás, dejando un rastro de crónicas periodísticas y nuevos inquilinos de la mesilla de noche. Será un momento melancólico verle la espalda a la celebración más noble del año. Pero también dará fe de uno de los aspectos más maravillosos de la literatura: su capacidad de conectar un momento con otro, y a quien lo habitó con quien habita este.

La escritura tiene algo de esas fantasías espaciales en las que los astronautas se suben a un cohete y pasan cientos de años en animación suspendida, inmaculadamente jóvenes mientras el universo va envejeciendo al otro lado de la ventanilla. Quien salió de la Tierra en 2018 con veinte años sigue teniendo esa edad cuando aterriza en Zorgon-VII en 3051. Es algo que vemos a diario los profesores, cuando abrimos un curso más la cápsula de papel del Lazarillo y comprobamos que su protagonista, de 464 años de edad, sigue siendo un chaval. Y también lo vemos los que abrimos un libro que lleva nuestro nombre en la portada y nos encontramos con la persona que habitó nuestro cuerpo y nuestra vida hace algunos meses.

Es un lugar común decir que la literatura es un espacio de encuentro, pero se recalca menos lo profundamente improbables que pueden llegar a ser estos encuentros, lo azaroso que puede ser el vuelo interplanetario. Los que hemos impartido clase en el extranjero hemos asistido, con cierta perplejidad, a los encuentros entre -por poner un ejemplo- grupos de millenials británicos y las reflexiones noventayochistas de El árbol de la ciencia. O entre estadounidenses nacidos en los 80 y las aventuras de un hidalgo al que del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio. Más improbable aún, y por ello mismo maravilloso, es que año tras año esos encuentros generen ideas, reflexiones y, sobre todo, conversaciones.

Porque la cosa va de vínculos, de conexiones. Contra la imagen epidérmica de una práctica solitaria, la literatura aporta diariamente materia a los diálogos, profundidad a las amistades, textura a los amores. Nos vincula fuertemente a personas con las que, por lo demás, creeríamos no tener nada en común. Nos sujeta a casas, a ciudades, a versiones anteriores de nosotros mismos. Nos permite rescatar personas y mundos de la voraz garganta del tiempo y, de paso, creer que algún día nosotros también seremos rescatados.