Hay veces que la puerta de salida nos alcanza. Y nos toca decir adiós. Y hay que irse con la cabeza alta. Y hacerlo con dignidad, sobre todo con dignidad.

A Cristina Cifuentes se la está llevando por delante una tormenta perfecta. Un curso de guitarra por correspondencia -como ha dicho con humor un antiguo cargo del Partido Popular que nunca se dejó tentar para hacer un máster de lo que fuera en la Rey Juan Carlos- la ha puesto en esa puerta de salida. Esto y la sensación de que no ha dicho la verdad sobre su Trabajo de Fin de Máster ni sobre el tribunal ante el que dice haberlo defendido,  aunque no haya pruebas ni del trabajo ni de la defensa ni del tribunal. Y por ello le va a tocar decir adiós aunque crea que no se lo merece, aunque piense que no ha cometido ni delito ni irregularidad alguna, aunque esté convencida de que ha sido víctima de una cacería sin igual, aunque quiera luchar hasta el último suspiro y que si Ciudadanos quiere peces que se moje el culo.

Desde que eldiario abriera la caja de Pandora -con un trabajo periodístico al que es imposible ponerle pega alguna- una tormenta, perfecta como he dicho antes, se desencadenó en torno a la presidenta de la Comunidad de Madrid. Este tipo de precipitación, leo, es un fenómeno meteorológico que crece con una rapidez extraordinaria y que provoca que el cielo caiga sobre nosotros como si de un huracán altamente destructivo e incontrolable se tratara; los expertos lo conocen como ciclogénesis explosiva y se produce al chocar una masa de aire caliente con otra de aire frío.

El máster y las cuitas pendientes han sido en este caso las masas que han colisionado -ignoro cuál es la caliente y cuál la fría- provocando esta ciclogénesis explosiva, sobre la cabeza de Cifuentes. Y desde el 21 de marzo, día en el que salieron a la luz las primeras informaciones, empezaron a caer sobre ella verdiras de punta. ¿Verdiras? Sí hombre sí, verdiras, ese tipo de noticias que tanto gustan a tantos periodistas y cuya mitad son verdades y la otra mitad mentiras. Verdiras de punta que algunos medios han utilizado para convertir a la presidenta madrileña en una diana tan inmensa que resultara imposible apuntar y no alcanzarla.

Por fin hemos sabido que ha sido ella, y sólo ella, la que organizó las tramas de Gürtel, Púnica, Lezo y alguna otra más que todavía no existe pero que lo hará muy pronto, ya verán; también es ella el auténtico cerebro gris que está detrás de Esperanza Aguirre, Ignacio González y Francisco Granados; y por supuesto también vemos su alargada sombra en los eres de Andalucía y hasta en los choriceos de Valencia, en el dimitido de Murcia y en la ex alcaldesa de Alicante; y también es ella, no olvidarse, la “zorra” y “puta” que con certera clarividencia desenmascararon un periodista indeseable y un editor telúrico a los que solo importaba que el montante de la publicidad de la Comunidad de Madrid no bajara ni un céntimo.

Vamos, que después del 23-F y del intento secesionista en Cataluña no ha habido ataque mayor a la democracia española que el falso máster de Cristina Cifuentes.

Que nadie me haga pedorretas pensando que estoy tratando de justificar lo injustificable. Lo voy a decir alto y claro para que nadie pierda el tiempo buscando lo que no va a encontrar: Cristina Cifuentes tiene que dimitir aunque le joda, aunque la rabia se apodere de ella al menos un minuto de cada una de las 24 horas que tiene el día, y punto. Tiene que dejar de luchar, que es lo que le pide el cuerpo, y alcanzar ya la puerta de salida, y punto. Tiene que irse sin necesidad de morir en el intento, y punto. ¿Está claro?

Pero invito a los neutrales a no detenerse en la superficie, a no quedarse en el dedo que apunta al cielo en lugar de mirar directamente al firmamento que nos señala, a no dejar que los árboles nos impidan ver el bosque. Todo empezó con las acusaciones de Paco Granados, con su lío con Nacho González, con su declaración en el Congreso de los Diputados por la financiación de su partido como si ella hubiera sido el cerebro ideológico de la misma.

Además, antes de todo esto se había puesto freno al reparto de pasta para los amiguetes desde la arcas de la Comunidad de Madrid; se había llevado ante los tribunales a todas las grandes empresas constructoras del país; y a todos los compañeros de partido que habían tomado al asalto el Canal de Isabel II; y había levantado la cabeza mucho más de lo higiénicamente recomendable en el seno de un partido, cobarde, corrupto y sobrecogedor, que ahora la señala como si fuera una apestada; un partido al que la podredumbre y no el máster de Cifuentes le chorrea por los cuatro costados.

Y en el origen del pecado original está el caso de la “zorra” y “puta”. Especialmente desde que el juez Velasco interrogó a Cristina Cifuentes para que explicara si se sentía presionada por un periodista indeseable y un presidente telúrico a los que sólo importaba que el montante de los ingresos procedentes de la publicidad de la Comunidad de Madrid no bajara ni un céntimo. Especialmente, también, desde que el citado juez metió en la cárcel, dentro de la operación Lezo, a un amigo del alma del periodista indeseable y el presidente telúrico.

Cuando la “zorra” y “puta” se sentaron frente a Velasco -además de la presidenta también mereció estos calificativos su jefa de gabinete- se rindieron, se echaron atrás, les flojearon las piernas, miraron para otro lado, se les llenó la boca de verdiras y no dijeron todo aquello que podían haber dicho y que hubiera puesto al periodista y al presidente entre la espada y la pared.

Pensaron que era mejor no meterse con ese grupo mediático tan poderoso que da miedo hasta nombrarlo. Y fueron tibias pensando que así, el periodista y el presidente que pertenecen a ese grupo mediático tan poderoso que da miedo hasta nombrarlo, les deberían un favor. Qué error, qué inmenso error. Ignoraban entonces que no se puede ser débil con los infames porque al final los infames siempre acaban siendo inmisericordes con los débiles.

Si Cristina Cifuentes tuviera que ir mañana a sentarse frente al juez Velasco es seguro que ni diría verdiras ni le temblaría la voz tanto como aquel día. Pero ya es demasiado tarde, porque pese a lo que crean muchos el cartero no siempre llama dos veces.